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Editorial: Donald Trump no debe ser presidente

En 10 días iniciarán las primarias a la presidencia con el caucus republicano en Iowa. Ocho días después será el turno de New Hampshire; luego Nevada, Carolina del Sur y Michigan. Bien pronto sabremos oficialmente quién será el candidato republicano en noviembre. 

Y si bien es posible que durante los 10 largos meses hasta el día de las elecciones, haya sorpresas con otros candidatos, que algo pase, algo inesperado y deseado a la vez, todo indica que Donald Trump será el designado. 

Solo en Iowa, las encuestas le predicen una victoria por 30 puntos porcentuales. Luego, 18% en New Hampshire y el resto de los estados donde votarán el primer mes. Se habla de un milagro que podría traer Nikki Haley, o Ron De Santis. Pero no. 

Las primarias republicanas son un ejercicio tan inútil que Trump no se ha molestado en presentarse a ninguno de los debates televisados. No solo porque es un miedoso. También porque nadie realmente le amenaza. 

Es inmensamente popular aunque sus declaraciones sean cada vez más extremistas, sus planes más dictatoriales, sus discursos más incoherentes. Quizás precisamente por eso, porque cada día es más violento, más vengativo, más nazi. Y a muchos, a demasiados, les gusta eso. Es parte de la ola mundial de gobernadores de extrema derecha que acceden al poder por la vía electoral como populistas. El culto a su personalidad es sólido y avasalla a decenas de millones de votantes. Manipula la información mejor que cualquiera, crea realidades alternativas y siembra la confusión y la hostilidad en su derredor. En ambas direcciones. 

No se puede decir que Donald Trump no nos lo advirtió. Anuncia que si gana, planea invocar el primer día de su nueva administración la Ley de Insurrección para poder usar al ejército contra sus oponentes. Entre otras acciones del primer día, en el que, anunció, será «autoritario», débil palabra que conjura a un dictador.

Pero si él es confuso, si no le interesan los detalles, si ni le importan las cuestiones de desarrollo o relaciones exteriores a menos que enaltezcan su figura, hay un grupo que está trabajando laboriosamente, listo para la acción, y que sabe lo que hace, que es detallado, conocedor de los temas y con terribles soluciones. Contrariamente a las campañas de Trump en 2016 y 2020, esta vez los ideólogos a su servicio prepararon elaborados planes que de aplicarse destruirían el país y desembocarían en una dictadura. 

Es que la primera vez, en 2016, la victoria electoral lo sorprendió. No pensó que debía preparar nada. La segunda vez, en 2020, ya estaba instalado en la Casa Blanca y reinaba el caos.

Del lado demócrata, no se ha presentado una alternativa al hoy presidente Joe Biden, por lo que veremos una repetición de la confrontación de 2020. Hay un par de candidatos por cuenta propia que restarán votos a los demócratas y harán de esta tristeza un velorio. 

El mismo Biden reconoce que se postula a los 81 años porque el cuadro de Trump volviendo al poder no le deja otra opción. Triste decisión, también. 

El proceso que inicia en Iowa el 15 del mes tiene a los estadounidenses tan divididos como antes de la Guerra Civil. Trump ya ha declarado que si pierde será por fraude, que no hay manera que pierda realmente, que es invencible, lo que parece un prefacio a un grado de violencia que superará con creces la del 6 de enero de 2021 cuando sus secuaces ocuparon el Congreso después de que los incitó a una insurrección.

Lamentablemente, quienes hemos abrigado desde 2016 la esperanza de que los líderes del Partido Republicano, el partido de Abraham Lincoln, abran los ojos y tengan la valentía de repudiar a Trump, debemos reconocer que eso no ha sucedido y que es demasiado tarde para esperar que suceda. El partido Republicano está muerto, pero aún no lo sabe. Es el partido de Trump, un partido sin ideales pero con un caudillo. 

Dos tercios de los votantes están de acuerdo en que no quieren ver una revancha entre Trump y Biden, y sin embargo, eso es lo que están obteniendo. Evidentemente, no es la voluntad del pueblo, pero es la realidad causada por la aparición de Trump y de su actitud y comportamiento perniciosos desde 2015. En consecuencia, la voluntad popular es ignorada. 

Es por ello que más votantes piensan que sus votos no importan. Aunque la verdad es que importan más que nunca. 

La única clara salida de una crisis constitucional es que los votantes derroten a Trump por un gran margen, haciendo imposible todo reclamo de elecciones amañadas.  

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