La mañana del 11 de septiembre del 2001 llegué como de costumbre a mi oficina en la Iglesia Presbiteriana Immanuel de Los Ángeles en Mid Wilshire. Allí me desempeñaba como organizador comunitario de nueve congregaciones en el área de Wilshire y Hollywood. El personal estaba reunido en la oficina del pastor principal Rev. Dr. Frank Alton mirando con horror una pequeña televisión. Junto a millones de estadounidenses y emigrantes residentes en los Estados Unidos veíamos cómo los atentados terroristas dejaban casi 3.000 muertos en Nueva York, Washington D.C. y Shanksville (Pensilvania).
Era una época en la que la televisión seguía siendo la fuente de noticias dominante para el público. En aquel año el 90% de las personas obtuvieron las noticias sobre los atentados a través de la televisión y solo un 5% las obtuvo por Internet.
Nunca olvidaré las expresiones de solidaridad y de lamento de las personas que respondieron en apenas dos horas nuestro llamado para celebrar un servicio de oración.
Entre ellas hubo una mujer salvadoreña que recordó como en su país muchos vivieron el horror de una guerra financiada por los Estados Unidos. Un chileno que recordó el otro 11 de Septiembre, en 1973, el bombardeo del Palacio La Moneda en Santiago que termino con la vida del presidente Salvador Allende y dio inicio a la dictadura sangrienta de Pinochet. Algunos recordaron el ataque de la Armada Imperial Japonesa contra la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor (Hawái) la mañana del 7 de diciembre de 1941.
Las imágenes televisadas de los dos aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas causando muerte y destrucción tuvieron un fuerte impacto en la psiquis de los ciudadanos estadounidenses.
Apenas hace tres semanas, casi 20 años después, vimos también con horror cómo la misión militar estadounidense en Afganistán -que comenzó menos de un mes después del 11-Septiembre del 2001 – llegaba a una conclusión en medio del caos y el derramamiento de sangre.
La memoria de los atentados del 11 de Septiembre está aun presente, a dos décadas de los fatídicos hechos. Una gran mayoría de los estadounidenses pueden recordar con exactitud en dónde estaban y qué estaban haciendo cuando se enteraron de la noticia. Pero un número cada vez mayor de personas no tiene ningún recuerdo particular de ese día, ya sea porque eran demasiado niños o porque aún no habían nacido.
La opinión pública sigue debatiendo cómo caracterizar la salida de las fuerzas militares estadounidenses de Afganistán ordenadas por el presidente Joe Biden, para quien la guerra y la ocupación militar se hicieron insostenibles. El costo humano ha sido demasiado alto. Unos 2,500 militares estadounidenses perdieron la vida, sin contar los miles de heridos y amputados. Aproximadamente 66.000 mil civiles y 4.000 policías afganos fueron asesinados.
Las imágenes de una salida caótica, especialmente en el aeropuerto de Kabul, han planteado preguntas a largo plazo sobre la política exterior de Estados Unidos y el lugar que ocupa ese país en el mundo. Sin embargo, los juicios iníciales de la opinión pública estadounidense sobre esa misión son claros: la mayoría respalda la decisión de retirarse de Afganistán, aunque critica el manejo de la situación por parte de la administración Biden.
Aparte de la tragedia humana y el desastre para la política exterior de EE.UU, la guerra en Afganistán representó una transferencia masiva del dinero de los impuestos de los ciudadanos a los contratistas del Pentágono. Los miembros del Congreso apostaron por esta guerra interminable e imposible de ganar: 51 legisladores poseían desde miles de dólares hasta 5,8 millones de dólares en acciones de contratistas de defensa el año pasado. El único ganador en esta guerra fue el complejo militar-industrial estadounidense.
Desde 2001, el presupuesto del Pentágono ha incrementado de 456.000 millones de dólares a 715.000 millones. Según el informe Balance Militar 2018 del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, Estados Unidos por años ha gastado más en su complejo militar que las siguientes 10 naciones juntas. Incluso si el presupuesto del Pentágono se redujera a la mitad, Estados Unidos seguiría gastando más que China, Rusia, Irán y Corea del Norte juntos.
El periodista Armando Guzmán de Los Ángeles Times cita el proyecto de “Costos de la Guerra de la Universidad Brown” en Rhode Island que calcula que el costo de las operaciones militares en Afganistán y Pakistán es de 2,31 billones de dólares. Eso no incluye los gastos posteriores para atender a todos los veteranos que participaron en la guerra y los pagos de intereses a futuro que el gobierno pidió prestado para financiar la guerra, a un costo de 300 millones de dólares por día durante dos décadas.
“En el caso de Afganistán, los billones gastados en su reconstrucción suman más que lo desembolsado después de la segunda gran guerra en el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa”.
Reporta Guzmán en Los Ángeles Times que de la Oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, en una serie de capítulos titulados “Lecciones Aprendidas” narra los resultados de las auditorías que muestran a su vez el papel tóxico y central que jugó la corrupción, desde el primer día de la guerra: “El mismo gobierno estadounidense estima que el 40% dé la ayuda a Afganistán desde 2001 fue embolsada por funcionarios, gánsteres y caudillos, capos de la droga y hasta insurgentes talibanes”.
Una vez concluida la evacuación militar de Afganistán -que pone fin a la guerra más larga de Estados Unidos-, el 54% de los adultos estadounidenses considera que la decisión de retirar las tropas del país fue correcta, mientras que el 42% opina que fue errónea. Una gran mayoría, el 69% piensa que Estados Unidos ha fracasado en su mayor parte en lograr su objetivos en Afganistán, esto de acuerdo a una según una encuesta del Pew Research Center realizada del 23 al 29 de agosto del 2021.
Lo que esta aun por verse es si los votantes, que en noviembre de 2022 tendrán la palabra, culparán al presidente Joe Biden por el fracaso de Afganistán, y devolverán en un voto de castigo el control del Congreso a los republicanos. O bien, si entenderán que la retirada de las tropas fue la conclusión necesaria de una política fallida que inicio con la guerra ordenada por George W. Bush, y que continuó con la ocupación militar durante los gobiernos de Barack Obama y Donald Trump.
El presidente Dwight D. Eisenhower, un republicano y general durante la Segunda Guerra Mundial, que entendió el alto costo de la guerra expreso en una ocasión:
«Cada arma que se fabrica, cada buque de guerra que se lanza, cada cohete que se dispara significa, en última instancia, un robo a los que tienen hambre y no se alimentan, a los que tienen frío y no se visten».
Es tiempo de que los estadounidenses presionen a sus legisladores para que dejen de inyectar billones de dólares en una máquina de guerra que termina enriqueciendo a las corporaciones contratistas de defensa en los EE.UU. Sería mejor utilizar ese dinero para reducir la creciente desigualdad social y racial en ese país.