Pasó casi una semana del triunfo electoral de Donald Trump, se conoció el último estado en sumarse a la ola roja: Arizona. Habiendo bajado un poco la espuma de la sorpresa, es hora de hacer un análisis un poco más tranquilo y detallado.
La sorpresa se debió a que todos los pronósticos daban un resultado muy reñido, principalmente en los siete llamados “estados bisagras”. Pero Trump se llevó todos los electores de esos siete estados claves: Carolina del Norte, Georgia, Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Arizona y Nevada. De esta manera, el resultado final del Colegio Electoral fue de 312 para el magnate contra 226 de la candidata demócrata Kamala Harris. Allí, los porcentajes son: 58% contra 42%.
Por empezar, quiero decir que me parece un triunfo sobredimensionado, por dos motivos: las encuestas previas y el sistema de elección indirecta. El clima que se había instalado era de un final abierto, cabeza a cabeza, y que, incluso, el escrutinio sería lento y discutido.
Nada de eso pasó, y entonces la sensación de contraste es muy grande, generando la impresión de un triunfo más amplio de lo que es. Porque si lo vemos en términos absolutos de votos, estamos hablando de 74 millones contra 70 millones de votos. Es un triunfo claro, pero no es una diferencia abismal como algunos quieren plantear. En algunos de esos estados bisagra la diferencia fue exigua: un 3% en Carolina del Norte, un 2% en Georgia, 1.4% en Michigan, 1% en Pensilvania y 0.9% en Wisconsin.
En porcentajes del padrón electoral, Trump saca el 50 por ciento contra el 48 por ciento de Harris. Sigue siendo un país dividido por la mitad, con una grieta social, cultural y política muy profunda. Esta distorsión es producto del sistema indirecto, porque la composición del Colegio Electoral no se condice con la voluntad popular.
Lo que quiero decir con esto es que son elementos importantes para tener en cuenta a la hora de analizar el gobierno que vendrá a partir del próximo 20 de enero de 2025. El presidente tendrá una legalidad mucho mayor que su legitimidad como vimos recién. La legalidad dice, mentirosamente, que Trump tiene casi el 60 por ciento de apoyo, cuando en realidad la verdadera legitimidad marca que tiene el 50 por ciento. En plena función, esto puede ser un elemento de conflicto, aumentado por las formas de Trump más tendientes al grito y al insulto que a la escucha y a la negociación.
Por eso, va a haber conflicto social, pero los estadounidenses saben, incluso los que lo votaron, que el presidente número 47 de la historia constituye una real amenaza a las leyes, a la democracia y a la nación. Habrá que ver cuáles son los verdaderos anticuerpos del país, de la Constitución y de las personas. Lejos de dar por perdida ninguna discusión, espacios plurales como éste deberán fortalecerse, en defensa de los valores civilizatorios.
Un nuevo poder
Me llamó mucho la atención que, en su primer discurso de triunfador, en la madrugada del miércoles 6 de noviembre, Donald Trump remarcó varias veces el nombre de su movimiento MAGA (Make America Great Again) y ni siquiera mencionó al Partido Republicano. Y así fue durante la semana siguiente.
Hoy por hoy, lo que existe y llegó para quedarse es el trumpismo, un movimiento que trasciende a su propio líder. Él asumirá con 78 años y culminará su mandato con 82, siempre es una incógnita cómo puede responder una persona a esa edad frente a la exigencia de la política de las grandes ligas. Por eso, parece ir preparando el recambio, y lo más visible es cómo les da juego a dos personajes de su entorno: el vicepresidente electo James Vance, de 40 años, un claro exponente de esa clase media blanca y trabajadora del llamado “Cinturón de óxido”, el Medio Oeste estadounidense que representa la decadencia industrial y la bronca de esa clase trabajadora venida a menos y cada vez más conservadora en lo cultural y social. La que se sintió abandonada por las políticas demócratas.
El otro ariete de Trump es el hombre más rico del mundo, Elon Musk. También un personaje controvertido, sudafricano de nacimiento, dueño de la red social X y un cruzado del neofascismo mundial. Al día siguiente de su triunfo electoral, durante una conversación telefónica con el presidente de Ucrania, Trump le pasó el teléfono a su amigo Musk. Más allá del contenido de la conversación, que no trascendió, el gesto muestra el poder político que va adquiriendo el hombre que ya maneja gran parte de la logística del Pentágono a través de sus empresas Space X (lanzamientos y transporte espacial) y Starlink (satélites de comunicaciones y de Internet).
¿Estaremos caminando hacia otra realidad distópica en la que un reducido grupo de multimillonarios neofascistas tomen el poder que tuvo hasta ahora una enorme maquinaria de burócratas bipartidistas que han fracasado en nombre de algo llamado “democracia”?
Relaciones con el mundo
La política exterior es algo que puede marcar un cambio en el nuevo gobierno de Trump con respecto a la administración demócrata. Durante su campaña electoral el nuevo presidente ha dicho que quería dejar de participar en guerras ajenas y que se opone al apoyo irrestricto que Estados Unidos viene dando a Ucrania en su guerra contra Rusia. Fue más allá y llegó a poner en duda la efectividad de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), que fuera creada en 1948 en el marco del inicio de la Guerra Fría.
En este sentido, se ve cierta incoherencia en el andamiaje ideológico de Trump, porque mientras critica a la OTAN y por ende al viejo imperialismo atlantista occidental, al mismo tiempo ve comunistas por todos lados, al punto de llamar “radicales de izquierda” a los demócratas y “camarada Harris” a su contrincante electoral.
Hay dos temas de política exterior en los que el presidente electo no se aleja de la tradición de Washington: Medio Oriente y Cuba. En cuanto al primero de los temas, es evidente que la comunidad árabe de Estados Unidos, principalmente afincada en Michigan, votó por Trump, como castigo al apoyo irrestricto de los demócratas a Israel. Pero no hay que olvidar que cuando fue presidente, Donald Trump se comportó igual, y más aún, llegó a trasladar la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jesusalén, una abierta provocación al pueblo palestino que aspira a que Jerusalén sea la capital del futuro Estado de Palestina. Entonces, en este tema, no se puede esperar de Trump más que nuevos apoyos al Estado de Israel.
El otro tema de política exterior en el que no preveo cambios es Cuba. Primero porque el propio Trump fue nefasto en su primer gobierno, retrogradando los pequeños avances que se habían logrado entre los presidentes Barack Obama y Raúl Castro. Luego, porque en su discurso neofascista, base de su poder electoral, está una especie de macartismo aggiornado que usa el anticomunismo como rasgo de identidad, y porque la comunidad cubana de Miami y alrededores fue importante para ganar Florida, un estado que da 30 electores presidenciales.
Fuera de esos dos puntos (Medio Oriente y Cuba), Trump repite que se va a recluir en su productivismo y proteccionismo y dejará de lado las aventuras militares. Eso contribuirá a aislar más aún a Estados Unidos y a que se consolide el nuevo poder mundial, que ya viene reconfigurándose en torno a un eje euroasiático. Los BRICS son una muestra de este mundo en reacomodamiento, un mundo bastante más multipolar.