Tarde en la noche encendí mi televisor en la señal estatal chilena y me quedé viendo una película cubana sobre unos jóvenes que se sentían asfixiados de su rutina y deseaban marcharse cuanto antes de la isla. Contemplé sus vidas tranquilas y alegres, sin adornos, sin urgencias, contemplé el aire limpio de La Habana, sus calles adoquinadas, su malecón donde los jóvenes desplegaban sus risotadas vespertinas, vi rodar motos y bicicletas, microbuses sin vidrios, piernas desnudas y musculosas, escasos gordos y vi extasiado la belleza decadentista de las mansiones antiguas. Ingresé con ellos a sus casas cuya ornamentación parecía sacada de mis recuerdos setenteros.
La riqueza, ajena
Los sillones, la cocina, el televisor, la instalación eléctrica, todo era viejo pero seguía funcionando. Los jóvenes y adultos cenaban frugalmente y hablaban del anhelo de las luces del otro lado del mar. “Allí sí hay oportunidades, riqueza, libertad, allí te puedes comprar lo que quieras hermano”. Luego iban a recostarse en sus viejas hamacas para seguir pensando en lo que creían estarse perdiendo por no marcharse.
Al día siguiente los niños asistían uniformaditos y disciplinados al colegio. Se mostraban entusiastas por aprender y efectivamente parecían aprender muchas cosas en cada jornada. Algo más tarde los médicos pasaban haciendo sus visitas domiciliarias, enseñando, previniendo y repartiendo medicinas mientras las mujeres mayores conversaban amigablemente a gritos.
La gente parecía mayoritariamente sana, sus pulmones limpios, sus cuerpos limpios, sus pensamientos en calma, los niños jugaban y bebían leche, comían pollo y vegetales, no vi drogas acechando, ni delincuentes en cada esquina, las personas leían sus periódicos en cualquier asiento callejero y los viejos recordaban aspirando sus gastadas pipas.
Entonces pensé, ¿cuál es el gran drama de los cubanos? ¿desear un sillón nuevo? ¿un reluciente automóvil nuevo? ¿ganar más dinero? ¿libertad para ir donde quieran? ¿libertad para opinar?¿para elegir nuevos peleles? ¿para llenar sus casas de bisuterías innecesarias?¿quieren simplemente que caiga la dictadura Castrista?
Un régimen menos inmundo
Y si efectivamente cae el último de los Castro, ¿qué es lo que les espera a los cubanos? ¿Un Mariel invertido? ¿Un gran desembarco de pequeños Berlusconis y Piñeras desde Miami con su cantinflerismo electoral y sus sonrisas de quirófano? ¿Un desembarco masivo de las voraces transnacionales inmobiliarias, farmacéuticas y alimenticias para que maquillen la isla con amables colores capitalistas? ¿Una restauración casi inmediata del viejo orden clasista? ¿La segmentación de sus barrios, la privatización de sus servicios básicos, de sus playas, de sus colegios, universidades, hospitales, carreteras? ¿La reconversión generalizada de los desencantados revolucionarios en precarios esclavos del salario mínimo? ¿Desean volver a ver un recital de Juanes y Miguel Bosé pero esta vez pagando cien dólares por cada boleto?
Conocí Cuba a través de los ojos de Alejo Carpentier, de Reinaldo Arenas, de Calvert Casey, Severo Sarduy, Nicolás Guillén, Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima y Virgilio Piñera. Ellos me radiografiaron su isla y me confirieron la posibilidad de entender su barullo vivencial y político. La historia más honesta la suelen hacer los literatos y no los historiadores, periodistas o filósofos. Nunca he defendido al régimen castrista aunque siempre me ha parecido menos inmundo que la corruptela con apariencia democrática que inunda a países como Chile.
Estoy acá, inmerso en este sistema capitalista salvaje. Las tiendas están efectivamente abarrotadas de buhonerías seductoras. Nuestras billeteras están obesas con tantas tarjetas de crédito. Puedes comprarte una lámpara de diseño vanguardista o un enorme televisor de plasma en 36 cuotas y no comer carne ni comprarte un pantalón en tres años para poder pagarlo. Puedes opinar lo que quieras pero a nadie le importa tu opinión. Si te enfermas o te duele una muela simplemente te jodes en tu dolor, porque los médicos y dentistas atienden en onerosas clínicas privadas.
En el sistema público te dan una hora para dos años más tarde cuando ya no te quede ninguna muela o el cáncer te haya pateado el trasero hasta el otro mundo. Dos tercios de los trabajadores del país ganan el sueldo mínimo y con sus espaldas apuntalan los privilegios del más visible tercio restante. Hay cientos de miles de personas y familias que viven completamente al margen, sin ayuda estatal, ni previsión ni luz eléctrica ni agua potable ni educación ni salud, aunque férreamente controlados por la legislación penalista del Estado.
Un nauseabundo pozo séptico
Son nuestros pobres más pobres que se allegan tras las colinas más escondidas o al costado de los pantanos más pútridos para sobrevivir. Millones de personas viven en los suburbios miserables. Infestados con el narcotráfico, el desempleo y la violencia de todos contra todos. En este país de fulgurantes luces de neón existe de todo pero no puedes comprar casi nada. Debes pagar un colegio semiprivado para que no acuchillen a tu hijo ni lo conviertan en drogadicto.
Además, debes endeudarte de por vida con los bancos para costear la carrera universitaria de tus hijos, para pagar una vivienda o un auto que nunca alcanzan a ser tuyos. Y también debes pagar sobornos, coimas, abundantes peajes, tolerar colusiones de sobreprecios y más sobreprecios. Y convivir cada día con el más despreciable clasismo que inunda hasta la más insignificante faceta de nuestra convivencia. Un clasismo enfermizo en que cada persona es a la vez un despreciado y un despreciador y que va bajando como una decoloración racial, desde el más blanco al más indio. Como quien se adentra a pisotones en un nauseabundo pozo séptico.
No sé qué es lo peor. Yo preferiría acabar con ambos sistemas y dejar a las personas libres, absolutamente libres como siempre debieron serlo. Estoy seguro que no se dañarían unas a otras, no tendrían razón para dañarse.