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Escribiendo con los pies

Escribiendo con los pies

Adriana Briff y su hijo en la Marcha de las Mujeres. Foto: Adriana Briff

A veces uno escribe con los pies.  Por eso marcha, marcha con la gente y marcha con uno mismo. Con lo que queda de uno.

Es sábado, 20 de enero del año 2019. Un año que empieza más lleno de miedos que de esperanzas. Nunca antes los gobiernos totalitarios de derecha habían tenido tanto apoyo en las urnas como ahora. Estados Unidos, Brasil, Argentina, Europa, son algunas muestras de un viraje en el mundo que asusta. La supremacía blanca se alza orgullosa de su ignorancia y su estrechez. Así, inmigrantes, homosexuales, gente que imagina el mundo desde la diversidad, la educación y la salud pública, se convierten en una amenaza.

La vida se ha tornado en un estado de alerta. Compelidos a luchar porque el futuro parece estar en venta.

El 21 de enero de 2017, 673 marchas en 55 países marcaron un hito de lucha bajo el lema “los derechos de las mujeres son los derechos humanos”.  Dos años después, las consignas son “Verdad al poder” y “Las familias deben estar unidas”. Se espera una gigantesca ola de mujeres tomando las calles; sin embargo, los números son pocos en comparación a la gravedad de los hechos.

Nosotros nos preparamos para ir a la marcha. Como madre de un hijo discapacitado, ir a esta marcha tiene un componente afectivo importante. Defender su presencia, visibilizar su discapacidad es para mi ejercer un derecho militante en sí mismo.

El diagnóstico

Cuando mi hijo fue diagnosticado era prácticamente un bebé. Tenía 18 meses.

La primera sensación que tuve al recibir el diagnóstico fue que quedábamos aislados en la vida. Recuerdo con la nitidez de una foto un sueño que tuve en esos años. Estábamos en un tren, sentadas con las madres del Mill Península Hospital donde yo llevaba a mi hijo a socializar todas las semanas. El tren arrancaba. Las madres y los niños saludaban. El tren avanzaba y un ruido seco me decía que nuestro vagón se había desenganchado de ese tren que partía. Sentada con mi hijo en brazos, veía, sola en la vía, alejarse ese tren lleno de amigos.

De alguna manera nuestra vida fue eso. El autismo aleja, entristece, crea algo de lástima en la gente que no sabe muy bien cómo relacionarse y a la larga se van alejando. Fueron muchos años de estar solos. De caminar porque no sabíamos qué otra cosa hacer. Horas y horas de caminatas por las calles. Mi hijo descargaba energía y eso lo ayudaba a dormir mejor. Yo pensaba y escribía con los pies.

Los pronósticos eran feos y los números de los reportes médicos y de las escuelas estaban destinados, de alguna manera, a decirnos “su hijo no funciona”.  Es difícil sostenerle la alegría al hijo cuando el sistema te dice “no sirve”.

Es ahí cuando la manera de pensar el mundo aparece como una herramienta para sostener y ayudar a que el hijo crezca desde la esperanza.

¿Nuestro hijo o el sistema?

Nosotros no dejamos nunca de creer en nuestro hijo, en su capacidad. Elegimos dejar de creer en el sistema.

Recuerdo a una maestra de un jardín maternal que me dijo “tiene que enterrar al hijo normal y recibir al hijo discapacitado”.  Yo salí con mi hijo en brazos pensando en esa frase: “¿Enterrar al hijo normal?” Entonces me pregunté si no sería más útil enterrar la normalidad que enterrar a mi hijo. ¿Se puede pensar un hijo desde la normalidad? ¿Qué es ser normal?

Hoy nos gobierna un presidente que asumió cuando en campaña se burló descaradamente de un periodista discapacitado. Eso se aceptó como la norma. La burla, la discriminación, el insulto, la violencia. El poder va normalizando lo que debería ser inaceptable.

La Marcha de las Mujeres

Entonces, me sumo a la Marcha de las Mujeres, de la mano de mi hijo autista. Lo llevo porque su vida es un jaqueo en sí misma a esta normalidad que nos quieren imponer. Su vida es, en sí misma, una demostración de que los límites de lo normal es una imposición del sistema.

Marchamos, tomando las calles. Los organizadores de la marcha se preocupan porque mi hijo no se extravíe, sabiendo que si esto pasa no podrá hablar para buscarme. Le dan un brazalete donde yo escribo mi número de celular. Le sonríen. Sus ruidos allí no molestan.

Es un grupo humano que se reúnen para manifestarse por la diversidad, por la inclusión, por la no discriminación, por la abolición del machismo que hace de la mujer un ser de consumo, una víctima, una persona dañada por la violencia física o verbal.

Es una conglomeración de gente que sueña con otro mundo, que jaquea al sistema, que se rebela.

Sabemos que tendríamos que ser más, que la lucha no será fácil y que es probable que no podamos obtener más victoria que la de vivir con dignidad, creyendo en la coherencia de hacer lo que decimos. Somos pocos, quizás, comparados con la magnitud del desastre, pero somos.

Vamos marchando por las calles de San Francisco, mi hijo y yo. No estamos ya solos, somos parte de un grupo humano. Beso a mi hijo y leo una pancarta escrita a mano que sostiene una manifestante. “La mujer es como un saquito de té, no se sabe qué fuerte es hasta que está en el agua caliente”.

Hubo una época en que el autismo me quemó la piel. Pensé que no iba a poder resistirlo; sin embargo, me dio una entidad, me hizo fuerte. De alguna manera siento que la militancia y la discapacidad van de la mano.  Es un lugar de encuentro donde uno no podría darse sin el otro.

Mi hijo repite “los tambores” y aunque los motivos por los que manifestamos son tristes, difíciles y hasta perversos, la marcha es una conmemoración, es una fiesta y es la certeza de que mi hijo es parte de un grupo de personas que sueña con un mundo mejor.

Autor

  • Adriana es educadora en el Distrito de San Carlos, California.Tiene una licenciatura en Comunicación Social de la Facultad de Ciencias Políticas, de la Universidad Nacional de Rosario. Madre de Dante, un joven autista de 23 años, Adriana disfruta en escribir crónicas diarias, que ella ha titulado "Fotos con palabras". Sus textos pueden verse en Facebook. También ha publicado en las revistas Urbanave y en Brando, del Diario Nación y Página 12 Rosario.

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