TUCSON, Arizona – Hay momentos en la vida que todo se rompe: el cuerpo, el corazón y hasta la inocencia. Unos son más crueles que otros, como si el destino – o lo que sea- se ensañara con perversión. Eso pasó en México, ahí donde se unen Sonora y Chihuahua, una zona que pareciera ser tierra de nadie.
Un ataque espantoso
Una emboscada se convirtió en un luto obligado e impostor para una comunidad. Tres camionetas de la Familia LeBarón fueron atacadas con ráfagas de balas, sin pausa ni compasión, y luego una explosión conmocionó todo, como un tétrico final para un ataque de por sí espantoso. Nueve personas murieron: mujeres y niños, todos; ocho menores sobrevivieron, cinco de ellos heridos del cuerpo y el alma.
“Los encontramos solos, pasaron doce horas junto a los cuerpos de sus madres… están traumatizados”, esas son las palabras de Alex Lebarón que señalan la punta de un iceberg, doloroso, cruel y sangriento.
Nada volverá a ser igual. No es solo la muerte, sino lo horrendo del crimen.
Tres madres de la Familia LeBarón que fueron acribilladas intentando salvar a sus hijos; cadáveres de bebés calcinados, cuerpos de niños masacrados por las balas… y luego ellos, los menores que se escondieron entre los arbustos, heridos, sangrantes, adoloridos, huérfanos, ultrajados, mientras veían cómo le arrebataban a lo que más querían.
No, cerrar los ojos no los hubiera salvado. Las balas los aturdían y les dolían, se revolcaban sin querer entre el humo y la sangre. Ese es el rostro del terror.
Quizá por un instante los niños sobrevivientes de la Familia LeBarón pensaron que lo más fácil sería que también los mataran a ellos; tal vez oraron para que la pesadilla se acabara ya, rápido, y se pudieran unir a sus madres; a lo mejor se resguardaron en la fe mientras los aplastaba la cruenta realidad.
Los niños y el horror
El tiempo se les hizo eterno y lo fue.
Pasaron horas atestiguando cómo se descomponían los cuerpos de sus muertos; los vieron, los sintieron, los olieron, los lloraron y, después de una eternidad, los rescataron. Pero, ¿qué se podía salvar cuando se había perdido casi todo? Eso, lo que quedaba, era suficiente quizá para volver a empezar.
Por eso los sacaron de esa zona de guerra atizada por el narco. Los volaron a Estados Unidos, su otra tierra. Ahora se recuperan en un hospital pediátrico de Tucson, Arizona. Su condición, según reportes no oficiales, es estable.
Los familiares de los niños se contradicen; algunos dan pormenores de su estado de salud y otros desmienten declaraciones ajenas con su hermetismo. Es demasiado el dolor, la impotencia y el miedo. Temen que una de sus palabras pueda detonar otro ataque en México, les espanta la posibilidad de otra emboscada, les aterroriza que los sorprenda con violencia otra ráfaga de recuerdos… y esos son los más peligrosos de todos.
Mientras la familia LeBarón se alistaba para el funeral de los suyos en La Mora, en Estados Unidos los sobrevivientes luchaban por su vida, no por la mera sanación del cuerpo, sino de los fantasmas que se instalan en el ser después de haber sentido la muerte tan de cerca. Se entierran los cadáveres, pero no las memorias. Se sepultan los restos, pero jamás los dolores. Y se quedan vivos ellos, los ocho, los huérfanos del odio.
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Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.