En un reciente artículo del antropólogo Lorenzo Cañas Bottos en que estudia los festivales de las colectividades en Buenos Aires, se desvela que entre una cantidad de grupos más que considerable, mayoritariamente europeos, no aparece por ninguna parte el componente “autóctono” (“Cosmopolitismo excluyente en Buenos Aires”).
Los nativos, cronológicamente predecesores de los europeos, quedan fuera del crisol de la civilización argentina. Es curioso que en algunas zonas mapuches, igual que en otros espacios indígenas, no se izan las banderas de los respectivos países, sino unas suyas propias. Como consideración antropológica, sorprende que si primitivamente no había banderas, ¿para qué inventárselas hoy? O el lío multicolor de mezclar los colores del arcoíris de los incas, ecologistas, LGTBI…
La paranoia de la insignia como símbolo
Hablando de banderas, sorprende ver una de la España actual en un mural de una misión californiana (1769-1833) cuando todavía no existía como la conocemos hoy, al menos con las franjas rojigualda.
Los símbolos arrastran odio intemporal, y el símbolo equivocado los lateraliza. Como curiosidad, ni siquiera los romanos tenían banderas, sino vexilla (lit. ‘velitas’, como las que mueven las embarcaciones) o estandartes, también lábaros colgados en horizontal, no como nuestras banderas que van en vertical.
¿Son latinos los nativos americanos?
Aceptamos el reto de discurrir, y muy en serio, sobre si los nativos americanos son latinos, ¿o no? No es cuestión de odios o prejuicios, es que la terminología y la realidad las carga el diablo. Un dato para sopesar: hay más nativos americanos en México (11,800,247) que en Estados Unidos (9,666,058). Seguimos el criterio del Banco Interamericano de Desarrollo*.
Esto tiene gran importancia porque los prejuicios y brotes xenófobos comienzan por la apariencia física, que es lo que más se ve. Lo pudimos observar tras el ataque terrorista a las Torres Gemelas cuando el personal de seguridad de los aeropuertos confundía a ciudadanos de Oriente Medio con peruanos de La Selva, por poner un ejemplo de la escasa (y compleja) formación de los implicados en nuestra seguridad. Y es que no es sencillo. Lo más deseable para algunos grupos –eso quisieran– sería poder reducirlo todo a un “¿es usted un ‘rostro pálido’?”. Dispénsesenos el atrevimiento de usar este lenguaje estereotípico de los westerns con que nos educaba la industria cinematográfica. ¿Recuerdan que también se decía “pieles rojas”?
La identificación desde la lengua
La lengua fue, y es, uno de nuestros baluartes identificativos más fiables. Una razón de más para no desprenderse de nuestro precioso idioma con demasiada alegría o desafecto. Los de Oriente Medio no hablan la lengua del hispano. Hemos sido testigos en la época del ataque a las Torres Gemelas, otra vez, que a los que se veía en los vuelos con aspecto latino los bajaban de los aviones y el FBI los interrogaba “en español”. Es un uso forense de la lengua hispana instrumentalizado como prueba criminológica, para lo bueno y para lo malo. Hasta se consultaba con la tripulación del avión para estar seguro, porque los del FBI, cargados de computadoras y limitados hablantes de español, no daban mucho de sí en lenguas. Lo que demuestra que el español debiera ser considerado lengua estratégica para el Servicio de Inteligencia. Los que contemplan el plan de deportar de 20 a 30 millones de emigrantes, muchos de ellos hablantes de español, no lo ven así. Hay partidos políticos que creen que les puede reportar votos.
Cualquier indígena americano, aunque no hable español, será descrito posible y equivocadamente como “latino”.
Para contraponer el carácter discriminatorio de la apariencia “a ojo”, y para neutralizar cualquier sesgo indígena, todavía hoy se oye el comentario de haber tenido un abuelo europeo huero y de ojos azules –igual lo recuerden incluso aplicado a los afroamericanos de Nueva York en la serie El clon, RTI Televisión (2010)–. Es un caso perdido. Podemos recordar no obstante que cuando Felipe Calderón fue presidente de México (2006-2012) presumió de abuela purépecha. Por supuesto no hablamos de Porfirio Díaz, Benito Juárez, o Victoriano Huerta con profundas raíces indígenas.
El tono del color de la piel no es una fijación occidental. Las mujeres asiáticas aparecen excesivamente empolvadas con rostros blanquecinos para demostrar que no trabajaron nunca bajo el sol. Es la misma teatralización que sustenta el concepto discriminatorio de redneck en Estados Unidos. O el de “moreno obrero”, por dejar visible las marcas del sol de las camisetas en la piel. Los colores van y vienen con las culturas, las mujeres andaluzas del sur de España de un pasado lejano se ponían polvo de ladrillo rojo en la cara para darle color. Hoy, se ve con cierta hilaridad el color enrojecido de los extranjeros aprendices de asolearse. Su piel blanquecina quemada por el sol provoca el comentario: “se ha puesto como un cangrejo”. Cuando no se tiene sol, no puede haber color. “No hay color” es expresión muy útil para consultar en un diccionario para quienes se sientan acomplejados y fascinados por la policromía.
¿Se exigirá en el futuro una documentación de indígena no latino para evitar la discriminación? Eso no serviría de nada.
Para entenderlo, debemos volver al por qué de que no haya grupos étnicos autóctonos en los festivales colectivos argentinos.
El artículo 25 de la Constitución argentina establece que “El Estado Federal debe promover la inmigración europea”. La pregunta inmediata que acude a la mente sería: “¿quién tendría que haberse integrado en quién?”. Se imaginan la absurda conversación entre un europeo y un indígena mapuche: “Hola, heme aquí en esta tierra, ¿te me integras o te me arrancas de aquí?”. Es una conversación sin pies ni cabeza. Se presuponía que la tierra no tenía dueño, que estaba disponible para quien se lanzase a por ella. No cabían Pachamamas o Aztlanes. Se buscaba trasplantar comunidades. Los indígenas no encajaban. Este fue el modelo anglosajón que se exportó a Argentina, y después en el 1949 a Israel. El caso de la mayoría de Latinoamérica, sin embargo, no sigue la misma pauta. Nunca se creó un redil físico para excluir a los grupos indígenas. Por ello, hispanos, latinos e indígenas están en el mismo saco. Es la discriminación asociativa.
Agua pasada no mueve molino, las urnas, sí.
El dicho lo dice claro. El río nunca va corriente arriba: a contracorriente. La palabra “canoa” es una de las más ancestrales del español de América. No había “canoas” ni “piraguas” en Europa. Banderitas y celebraciones para el “Día (que se acordaron) de los pueblos indígenas”: sí, que no les falte su bombo; pero los votos se cuecen en las urnas. Y los presidentes salen al vapor, como los mejillones y las almejas.
*“Pueblos indígenas” es una locución que se refiere a los pueblos que cumplen los siguientes tres criterios: (I) son descendientes de los pueblos que habitaban la región de América Latina y el Caribe en la época de la Conquista o la colonización; (II) cualquiera que sea su situación jurídica o su ubicación actual, conservan, parcial o totalmente, sus propias instituciones y prácticas sociales, económicas, políticas, lingüísticas y culturales; y (III) se autodescriben como pertenecientes a pueblos o culturas indígenas o precoloniales. Los términos “pueblos”, “integridad territorial” y “territorio” son utilizados en su sentido general, y su uso no deberá interpretarse como teniendo implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dichos términos en el derecho internacional. (Política operativa sobre pueblos indígenas y Estrategia para el desarrollo indígena, Banco Interamericano de Desarrollo, Washington DC)
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