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Desde el golpe de Estado de 1952, que derrocó a la monarquía del rey Faruk I y permitió el acceso al poder de los Oficiales Libres, que la preponderancia militar ha marcado la forma de gobernar en Egipto. Tras la imposición del liderazgo de Gamal Abdel Nasser, el país se volcó hacia una forma muy específica de socialismo árabe, que por un lado buscaba eliminar las diferencias de clases y modernizar la nación, y por otro lado se esforzaba en reafirmar la independencia de Egipto de cualquier intromisión de las potencias occidentales, asumiendo toda la dignidad de una nación libre.
Tras la repentina muerte de Nasser, lo sucedió Anwar el Sadat, militar y político que había ascendido rápidamente en el partido gracias al amparo de Nasser. Sadat continuó la obra de Nasser hasta 1977, en que redirecciona la política de su país, alejándose de la Unión Soviética y acercándose a Estados Unidos. El socialismo árabe es reorientado hacia una forma de capitalismo. Sadat firma los Acuerdos de Camp David con Israel, y se gana la enemistad de la comunidad musulmana egipcia y del resto de los países árabes. En 1981 es asesinado por militares ligados a los Hermanos Musulmanes.
Le sucede Hosni Mubarak, piloto de combate, con amplia instrucción militar en la ex Unión Soviética y destacada participación en la Guerra del Yom Kipur. Mubarak, muy popular en un comienzo, continuó la línea política de Sadat, allegándose a Estados Unidos y no inmiscuyéndose en los asuntos israelíes. Esto lo transformó en un confiable aliado de las potencias occidentales, que lo impulsó incluso a enviar tropas para la liberación de Kuwait en 1991. Gracias a esa participación le fue condonada a Egipto la mitad de su deuda externa por parte de los países aliados y se le permitió renegociar el resto.
Desde su llegada al poder, Mubarak intentó la difícil tarea de mantener a raya al conjunto de poderes que intentaban preponderar en Egipto. La vieja oligarquía con nostalgias monárquicas, los grupos nasseristas, las facciones dentro del propio Partido Nacional Democrático y los diversos grupos religiosos fundamentalistas. Hasta 1991 pareció conseguirlo, pero a partir de esa fecha se inició una violenta y persistente embestida de parte de grupos islámicos que buscaban socavar el régimen de Mubarak para implantar un gobierno acorde al estricto cumplimiento de la ley islámica.
Mubarak resistió los ataques y hasta los atentados personales, y de paso endureció su política represiva hacia los sectores fundamentalistas islámicos. Sus movidas internacionales, bien vistas por occidente, incluyeron una importante cumbre árabe en 1996 (de la que sólo fue escindido Irak), y además, una clara disposición a acercar posiciones entre Israel y la Autoridad Nacional Palestina, patrocinando dos importantes encuentros entre los máximos representantes de ambas naciones, en 1999 y 2005.
No obstante presentarse como una democracia ante sus ciudadanos y ante el resto del mundo, el sistema político egipcio carece de casi todas las características propias de la democracia occidental. No existe votación directa ni un conjunto de partidos bien estructurados que tengan una adecuada representación parlamentaria y que propendan a una sana participación democrática bajo un esquema legal respetado por todos. Lo que se percibe es un sistema político fagocitado por el Partido Nacional Democrático del presidente Mubarak, que deja sin margen de acción legal a la mayoría de las fuerzas políticas antagónicas, y particularmente a los sectores islámicos.
Mubarak ha sido reelegido gracias a reiterados referéndum (completamente viciados según la oposición egipcia), lo que le ha permitido mantenerse en el poder por 30 años consecutivos. Sin embargo, no parece ser esta eternización gobernante lo que ha impulsado a millones de manifestantes a salir a las calles a pedir su dimisión, sino la precaria situación económica que sufre el pueblo egipcio, y que ha devenido en una profunda crisis social. Los militares, que desde 1952 han apoyado a los líderes salidos de sus propias filas, hoy parecen tener una agenda propia, en la que no está escrito el nombre de Mubarak.
El presidente se ha ido quedando cada vez más solo. Estados Unidos, su otrora gran amigo y aliado, lo ha abandonado. El resto de los países, alertados por las imágenes de la prensa, lo ven como un dictador tan feroz como tozudo. Pocos pueden explicar el grado de obstinación de Mubarak, quien se sigue aferrando con sus últimas garras a un trono que ya le es esquivo. De no huir a tiempo no son pocos los que lo ven masacrado como un nuevo Ceaucescu. ¿Pero qué pasará con sus leales? ¿Qué pasará con ese amplio sector de privilegiados que se vieron favorecidos por las políticas de Mubarak?¿Quién castigará a los fanáticos progobiernistas que arremetieron a lomo de camello contra la muchedumbre apostada en la plaza de El Cairo? ¿Podrá imponerse por si sola la posición conciliadora del Premio Nobel de la Paz Mohamed El Baradei? ¿Quién será capaz de controlar al enorme ejército y a la policía egipcia? Si los Hermanos Musulmanes logran conquistar el poder, ¿transformarán a Egipto en un nuevo Irán, o peor aún, en un nuevo Afganistán, acabando por completo con las escasas libertades civiles de los egipcios?
El panorama que se asoma no es alentador. Las fuerzas políticas que pugnan por reemplazar a Mubarak son en su mayoría tan feroces como el líder caído en desgracia. Pocos hablan de democracia participativa y universal para un pueblo que hasta ahora nunca ha podido disfrutarla.