La clase de 2009. Uno a uno desfilan. El año que viene, algunos lo estarán haciendo en su flamante uniforme militar, mostrando las armas y saludando a algún coronel, a punto de subir al avión que los llevará camino a Afganistán. Otros ingresarán a las instituciones de educación superior: universidades o colegios comunitarios. Muchos buscarán trabajo. Es el desfile de los 556 egresados de la escuela secundaria South High de Torrance.
Entre los honrados el martes con la toga y el birrete, el diploma y la faja, estaba mi hijo Mark Jonathan Lerner.
Y entre los 1,050 egresados de la Facultad Warren en la Universidad de California San Diego este domingo estaba mi hijo Uri Alejandro Lerner. En once ceremonias en la misma casa de altos estudios se graduaron 6,600 personas con la presencia de más de 100,000. Un ejército.
Y así por toda California. Uno a uno desfilan y se leen sus nombres.
Porque mientras que la cultura estadounidense favorece la individualidad, las ceremonias cuasi religiosas –originadas en el College de William & Mary, en épocas coloniales pre independencia- estimulan lo colectivo, la homogeneidad. El mismo uniforme en todas partes: sea la escuela intermedia de Pasadena o la universidad de Stanford. Los grupos elitistas se bautizan con nombres del alfabeto griego. Al unísono, miles de graduados cambiarán la dirección del cordón de su birrete, de derecha a izquierda, en señal de su nueva etapa.
Por eso, rescata la individualidad que se lean los nombres de los egresados, y éstos marchen a recoger el marco de su diploma. Aunque lleve horas.
En todo el estado centenares de miles de niños, nuevos adolescentes, recién estrenados adultos, compartieron con sus compañeros y familias un momento de felicidad, sonrieron a los fotógrafos y recibieron la felicitación de sus directores y maestros.
¿Y ahora, José?
¿Qué enfrentan este año los egresados, los bachilleres?
Sube al estrado Lorenzo D’Amico, el representante de los estudiantes en San Diego, para pronunciar su alocución. D’Amico se recibe de bioingeniero. Cuenta ahora que en una reciente visita a Brasil vio un poema anónimo pintado en la pared, y que sus versos simbolizan la situación de él y su generación: “E agora, José?”
Con la llave en la mano
quiere abrir la puerta
mas la puerta no existe.
Se trata del poema más emblemático del gran Carlos Drummond de Andrade, fallecido en 1987, sobre la desolación de la vejez. D’Amico lo adapta a la desolación de la juventud. “José, e agora?”
D’Amico pide a sus compañeros ser conscientes de lo que les espera. Decidir qué quieren ser en la vida. El mismo es activo en una organización del campus que fundó y que pide ayudar a estudiantes de minorías en la misma universidad.
Los egresados despiertan a una realidad californiana tan desoladora como el poema. Uno de cada diez californianos ha perdido su empleo. Entre profesionales el panorama asusta: maestros, periodistas, psicólogos, trabajadores sociales, arquitectos, se ajustan los cinturones, se preparan para lo peor. ¿Y la promesa del futuro, la juventud? El gobierno de California, en aras de la estabilidad económica, ha comenzado a desmantelar la educación pública. Quienes buscaban la universidad, tienen que ir al community college. Los que iban al community college van a trabajar, y los que trabajaban se quedan sin nada.
La fiesta se acabó
la luz se apagó.
La clase de 2009 en California es aquella cuyo futuro venturoso puede estar ya detrás.
Por eso, esta semana muchos egresados, al final de la jornada festiva, se quitaron la toga y el birrete, apagaron las cámaras digitales y se miraron en el espejo con tristeza. “¿Y ahora, José?”.