El ojo, un cuento de Gabriel Lerner
Fue, creo, en 1977, o 1978. Más o menos para la época en que tú habías nacido, allí lejísimo, lejísimo… Yo ya era soldado reservista, es decir, un civil que se pone el uniforme por dos meses por año, o lo que es lo mismo, un militar que se quita la fajina durante diez. Y me reclutaron para lo que prometía ser un mes bucólico, casi de vacaciones, como uno de cuatro reservistas que poblaríamos una posición fortificada a pico sobre el río Jordán.
Esto hacíamos: seis horas de guardia por día, dormir el resto, limpiar el habitáculo que estaba enterrado debajo de las rocas y la vegetación verdísima, aceitar las armas, probarlas previa autorización del comando regional, ponerse de acuerdo en quién iba a cocinar (siempre era yo el elegido, pero eso tenía también beneficios; por ejemplo, no lavaba los platos) y qué comeriamos, servir el almuerzo y una cena como la gente como personas de bien que éramos.
Y después otra y otra vez dormir; de día en nuestros catres de campaña, enterrados debajo de cinco cobijas militares grises como el alma, cobijas con polvo de generaciones de soldados como nosotros; de noche allá arriba, en la torre de vigilancia, pero dentro de una muesca de un metro de altura que emergía de los túneles y trincheras, con uniforme y botas y los fusiles cargados a mano, un sueño entrecortado y fugaz y el resto era mirar.
Porque en las seis horas de guardia, más aquellas durante las que yo me ofrecía a reemplazar al guardia para voluntariamente quedarme allí, yo miraba a través de un largavista telescópico. Estaba empotrado en el suelo, con sus acimut y direcciones y rosa de los vientos grabadas en el metal, era un telescopio diría personal, muy mío, con el que mi ojo cruzaba el río Jordán y más allá, entraba al reino haschemita y se retorcía por los caminos empolvados de la zona militar, y miraba a soldados y policías y falsos agricultores y de cuando en cuando el jeep de algún oficial que venía a consolar o a reprender a Ahmad.
Ahmad era el nombre genérico que le puse a todos los soldados jordanos que desde su propia posición fortificada me miraban con su propio supertelescopio. Nos mirábamos entonces, mediantes esos ojos ajenos y deformes y a veces nos saludábamos o nos insultábamos, lo que en la frontera es lo mismo.
Fue allí donde me convertí en el mirón, el veedor, el voyeur de vidas propias y ajenas, y encontré mi vocación.
Muy pronto nos pusieron en estado de alerta: habían secuestrado un autobús en pleno camino a la ciudad donde yo vivía, matado a 28 de los pasajeros antes de morir… pensaron que alguno de ellos había logrado huir y decretaron el toque de queda, nadie entra, nadie sale, y nos avisaron que todas las licencias quedaban canceladas y que en lugar de uno por turno seríamos dos en la guarida, y que especialmente cuidado con Ahmad.
Desde entonces con mi telescopio personal comencé a ver del otro lado del Jordán también a los niñitos árabes cuando iban a clase de mañana y regresaban de la escuela a la tarde, y a las mujeres que cargaban enormes fardos y a los hombres que andaban en burro delante de ellas, y cuanto más belicosa se ponía más paisajes de paz y memorias yo veía, hasta que vi mi propia casa, allí a través del ojo gigantesco, y estaba cerrada y vacía y nadie en ella, y fui entonces a la casa de mi madre, me esperaba con un plato caliente de sopa, y cuando comenzaron los primeros disparos yo ya había llegado a mi ciudad natal y me deslicé mirando siempre por las calles de mi barrio porteño y la escuela de mi infancia y los sitios donde estudió mi padre que no conocí.
Disparamos primero. Un Ahmad, dos quizás, cayeron al agua. El jeep del oficial se alejaba velozmente. Una granada que cayó de ningún lugar estalló en las trincheras de nuestra torre de vigilancia con destello enceguecedor…
Por eso te miro ahora, como si no te hubiese mirado nunca, cuando me besas y cierras los ojos, y también cuando llegas de un viaje largo y abrazas tiernamente a otra gente, y soy yo quien recibe tu abrazo y contengo la respiración para que el abrazo dure para siempre. Y estoy mirando desde entonces tus ojos ardientes, árabes, que lo dicen todo sin decirlo, y mirándote acaricio tu mejilla y con mi mano la cubro y la seco.
El largavistas telescópico del Jordán, yo ya lo llevo adentro.
Si, es así, Manuel. El ojo es siempre mágico, porque además de que mira, lo estamos mirando. Este ojo es el que miraba por el largavista ("yo miraba a través de un largavista telescópico") y veía primero figuras reales, luego oníricas, fruto de la deformación de la guerra.
Este ojo es también el de la mujer a la que me dirijo ("tus ojos ardientes, árabes"). Un homenaje al ojo, porque, después de todo, soy un espectador que viaja de un país a otro y lo cuenta.
Lo que mas me gusta de tu cuento es que lo siento cargado de sugerencias; es decir, la posibilidad de que tu ojo sea tambien mi ojo (tengo un cuento que se llama El ojo inverosimil)y con el poder ver la paz por encima de la guerra. Parece algo irreal, pero no es asi, sino intimo, lleno de deseo de que el mundo se haga mejor. Lo que no me satisfizo de tu cuento es que me parece tan bueno que me quede con los deseos de seguir leyendo. a mi siempre me han fascinado todo lo que hable de los ojos, de las manos (tengo otro cuento llamado "La mano"), de las piernas; las partes del cuerpo en relacion con el mundo, incluso con lo metafisico. Creo que tu cuento es tambien una mirada interior en busca del otro, quizas de si mismo, como diria Hermann Hesse. Albricias, amigo, Manuel