La Flor y la Raya, un cuento de Florencia Davidzon

A Raquel Padilla Ramos

A Raquel Padilla Ramos

Gela, un collie negro y café de pelaje revuelto, y Minerva, una gata delgada de movimientos delicados y lentos, se deslizan por el jardín de una rancho en silencio. 

Los rayos del sol solo las rozan, las bañan y le demandan un andar aletargado aunque avanzan determinadas. Gela intenta comprender o descubrir algo. Minerva va más cautelosa, tiembla y la sigue para no quedarse sola.

Antes de atravesar el umbral de la puerta del rancho los cuerpos de los animales se estiran. Clavan las garras en el suelo seco para tomar más coraje. Acumulan el calor que emana de la tierra y  sus panzas lo absorben junto al polvo. 

A través de los ojos inquietos de estas dos mascotas, los de Gela muy negros y los de Minerva casi amarillos los que pasa en ese ambiente se refleja. De pronto quedan suspendidas. El sonido del gemido de Gela se oye y sus pupilas irradian un paisaje desenfocado. El aire se siente más pesado, y el silencio ya no tiene eco.  Solo el viento, cada tanto, choca y rebota contra las columnas de afuera. 

Gela olfatea el tapete con el cartel de “bienvenidos”. Siente dolor, chilla y enrosca su cabeza para ambos lados por el entramado de paja como si quisiera untar la tierra que aún lleva incrustada. Su hocico se humedece en ese movimiento acelerado.  Entrando en el rancho, se detiene a olfatear unos tenis gastados. El olor del pie humano le hace perder su cordura canina y ahora aúlla como una loba a la que han clavado una flecha. Minerva hace ese mismo movimiento, de untada de tostada, pero sobre el lomo de Gela propiciando una caricia o alertandola para que cancelen la marcha. Pero Gela no ha acabado. Zambulle su lengua en la piel de esos tenis y respira todo el vaho agrio y salado con del aura de aventuras y caminos recorridos junto a ese calzado.  Hasta que un recuerdo emerge en su cabeza despeinada y de orejas alzadas. 

***

Raquel, su ama de unos 46 años con su cabello corto y de mechas rojizas, sus grandes aretes de argollas, se baja de su bicicleta en un terreno de arboles secos con esas tenis nuevas que adornan y protegen sus pies. El aire huele a tierra húmeda y a hojas muertas. La voz de Raquel se le aparece nítida, pero solo es un eco distante que resuena en el aire.

Dijo Francisco P. Troncoso, en un relato sobre las guerras con las tribus Yaquis que datan del 1533, que un indígena cerca del río Yaqui hizo con su arco una raya muy larga en el suelo. Se hincó de rodillas sobre ella, besó la tierra, y en seguida puesto en pie, comenzó a decir muy seguro, a advertirles a los que tenía enfrente que se volviesen y no pasasen la raya, porque si la pasasen serían muertos todos… Al defender lo que está de la raya hacia ellos, le había dicho Raquel, mientras seguía repasando su ponencia y practicaba frente a Gela. Los pueblos originarios defendían sus recursos, su agricultura, sus conocimientos, sus paisajes, sus leyes, su economía. Defendían su ser.. 

Pero de pronto su ama detiene la marcha. Se cambia las gafas de sol por unas de lectura, y con el ceño fruncido, busca una pluma. Toma nota de un número de teléfono que aparece en un cartel frente a ella.  Se vende, exclama alegre y soñadora. 

Gela, que se había quedado rezagada, llega a su lado moviendo su cola suavemente frente a todo ese descampado que le resulta de los más emocionante. 

***

En Hermosillo, en nuestro departamento familiar, Raquel sigue ilusionada, y llama al número anotado en nuestro paseo. Yo me acurruco como los ovillos de los juegos de Minerva debajo de la cama a mis anchas… La gata debía andar como era de esperar de ella rasgando el tapizado del sofá de la sala. Las risas y los gritos de los hijos de Raquel jugando resuenan desde sus habitaciones contiguas. 

Sí, un nidito de amor…, murmura, ella hablando bajito cuando la música de Sabina invade el espacio: Y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren y ella cobra valor para hablar más alto.

Luego mi ama toma un sorbo de café colado de talega, su aroma amargo y dulce llena sus fosas nasales y se sonríe mientras juega con unas flores silvestres que puso en un jarrón. 

Emiliano, el niño, irrumpe en la habitación: 

Ma… se ríen de mí. 

Raquel, con una sonrisa maternal queriéndolo calmar le responde segura: Pon tu raya hijo.

Y se van a la sala familiar de la mano. Yo voy detrás. 

Las otras dos hijas de Raquel, unas chavitas llenas de energía que emanan fluidos de sangrado adolescente están preparando comida. 

Raquel y el niño se les acercan cómplices pero sacados de onda. Raquel está a punto de revolearles un regaño, pero primero me acerca unas croquetas en mi plato metálico que empiezo a devorar con entusiasmo. 

Les dije que lo dejaran tranquilo, las confronta Raquel. Las hijas, no se dejan amedrentar por el reclamo de su madre. Entre risas, insisten en que su hermano tiene novia y que no quiere admitirlo. El niño, avergonzado afirma que no es verdad mientras busca desesperado comiéndose las uñas la  ayuda de mi ama. 

Los vimos, eso es amor, dice la más alta con su timbre de voz agudo.

—No, mamá, diles que paren.

¿Le tocaste los pechos?, pregunta una de las chavas con picardía. Dinos la neta, ¿Le metiste la lengua?

El niño ahora mira a su madre transpirando agua por todos los poros. Se pone bien colorado. 

Ella no sabe, no te puede salvar, dice la otra niña, burlándose de Raquel, descalificando así su posibilidad de tener opinión sobre las relaciones entre sexos. 

¿Tú crees?, pregunta mi ama con sonrisa misteriosa. 

No sabes cómo es ahora, además estás siempre sola, y ya no te acuerdas de nada.

¡Pon tu raya, ma!, pide el niño, ¡diles algo!»

Dinos, ¿Qué es el amor?

Las niñas se ríen más fuerte. 

Yo me termino las croquetas. Raquel intenta decir algo, pero se contiene, decide seguir con su mirada y supervisar lo que cocinan las jóvenes.

***

No pasó un día, y cuando estábamos en el centro de Hermosillo paseando con Raquel, vi llegar a ese desagradable humano, el señor al que ella llama Juanon. Este hombre se le acerca sin mirarme, sin pedir permiso y le estampa un beso en la cara.  Me cae gordo desde ese momento. Huele a bacanora, y su beso baboso me rechina en los oídos. Por eso, tal vez empiezo a ladrar y ya no puedo parar. Raquel intenta calmarme y se dispone a dejarme allí en la calle mientras ellos van a entrar a un edificio, pero yo no me dejo atar.

Ya Gela, ya… no te hace nada… es amigo, dice entre risas nerviosas. 

Vuelve a tratar de amarrarme y dejarme un bowl de plástico con agua, pero me pongo brava. Empiezo a morder la cinta y luego le muerdo el zapato al señor Juanon, hasta que Raquel, vencida, decide hacerme entrar a una oficina adviertiéndome que debo portarme bien. 

Esperamos un largo rato. Ellos en unas sillas plásticas azules y yo debajo del asiento de Raquel atada a la pata. El señor Juanon habla acelerado. En el primer silencio le declara su amor. Es que te amo tanto, le dice. Luego se lo repite a los cuatro vientos: frente a la recepcionista, luego se lo confiesa al señor de los chicles y más tarde se lo dice al señor de los tacos. A Raquel todo esto le resulta muy divertido, más que eso, desopilante e irreal. 

Déjame pedirle permiso a los chavospide él.  Ella duda y luego responde dejando una promesa florando: 

Veremos. 

Juanon no acepta un no, ni una respuesta así. Insiste. La mira a los ojos y le vuelve a hablar de su amor infinito. En Ures, dice, el «Pueblo de Corazones» donde ella hará su casa, nuestra casa, si el bendito notario ¡se dispone a atenderlos!, dice él mientras levanta la voz. 

Raquel sonríe y sonríe, bien risueña, nada la perturba ni le genera enojo o dudas. Sí ya se tardaron, dice luego afligida. Juanon la interrumpe con su ocurrencia, La Raya no es un buen nombre para el lugar, mejor llamémosla “La Loretana”. 

Raquel acepta para darle tal vez el avión.  Pero yo me pongo gruñona, no estoy en los planes del señor Juaron ni tampoco en los de mi ama. Finalmente un señor bajito y gordo de traje gris se asoma por el pasillo y la llama, 

¿Raquel, Sra. Padilla?  

Mi ama avanza a pasos rápidos, emocionada ansiosa por firmar su terreno y me deja atada debajo de la silla.

***

En el terreno desolado y con algunos saguaros, los ladrillos y las maderas comienzan a dar forma a lo que a Raquel le parece el rancho de sus sueños. Ella gestiona todo y va primera en la construcción con los hijos que la apoyan. Yo brinco y juego con unas piedras y luego corro a un conejo que no sé de dónde salió. Tranquila me alejo ya que el señor del bocanora no nos acompaña. Minerva solo observa, nada la saca de su calma desde un trono que se armó pacientemente en la quietud de la sombra. Prefiere no jugar, dice, está enfocada en limpiarse, sacarse las pulgas y lamerse las patas.

Los tres hijos de Raquel ayudan jadeantes en la construcción, cargan bolsas de cemento en una hilera. Ríen. Pronto se empiezan a pasar un pequeño paquete envuelto en un papel escrito a mano y un moño rosa que llega hasta las manos de Raquel. Yo siento su olor y regreso con velocidad olvidándome del conejo. 

Mi ama, con lágrimas en los ojos, desanuda una cinta, lee el papel y se pone un anillo que saca de una cajita. No deja de mirar al macho a los ojos, emocionada. Él se le acerca a paso rápido.  Sus hijos, cómplices y alegres, son testigos de ese momento de estupidez que tienen los humanos. 

—Eres un teórico. Mi prometido es un gran teórico del amor—, dice Raquel conteniendo las lágrimas. 

—No tanto—, dice él, modesto y avergonzado. Niega el cumplido, mira al suelo.  Como académica te lo digo, nadie hubiera podido decirlo mejor—,  afirma segura y contenta.

Para mi sorpresa Raquel le dice que sí, que acepta. El hombre se le acerca y me saca del medio con brusquedad. Se besan frente a mí y los niños. Los hijos se burlan de la cursilería que queda al descubierto en el silencio de la pausa. Desde un parlante suena la música: «¿Qué si eso es el amor?, ¿Qué si eso es el amor? …». Es entonces cuando el niño se les acerca y celebra. Los bendice como si fuera un cura enano y dice amigable, “¡Qué la muerte los separe!”.

Yo los observo mientras la pareja baila animadamente. No les ladro, pero el olor a bacanora impregnado en la ropa y en los labios de Raquel me sabe mal, y me doy un lenguetazo por el hocico. 

***

Gela, despegada de la alfombra, entra al rancho como caminando entre vidrios, con sus orejas paradas en estado de alerta. Se acerca al anillo salido de esa cajita, ahora en el suelo. Se asombra y suspira largo, Raquel nunca se sacaba ese anillo: ni cuando se bañaba, ni cuando pintaba las paredes del rancho, ni cuando plantaba hortalizas, ni cuando amasaba y horneaba el pan que hacía para compartir con ese macho adulto cada mañana. 

***

La pareja, el niño, la gata y yo en la troca nos dirigimos en dirección a Ures.  El señor conduce. El niño se queja de que tiene hambre. El hombre descarga su ira apretando el cuero del volante. Carga sus intestinos revueltos, y en silencio, de pronto de mal humor le reprocha a Raquel por olvidar las llaves en la casa de Hermosillo. 

—¿La mujer se olvida las llaves, dónde tienes la cabeza, eso quiero saber yo?

 —Ah, qué fue a propósito, ¿Te cae?—, dice ella desafiándolo. 

Juanon, se pone irritable, —¡Ya no te hagas!—, le exige. Y la acusa, inquisidor, que no lo quiere más.  —¡Es eso! ¿Es eso?—, le dice recriminándole.  —¡Ahora compartes tus secretos con otro, con un teórico neta, un académico! ¡Yo te avergüenzo, dilo! 

Raquel intenta calmarlo, le sugiere hablar luego, “a solas”, dice mirando para atrás donde estamos Emiliano, Minerva y yo. 

—Perfecto, a solas—, dice tensando el mentón.

—Te agradezco que no andes hurgando más mis cosas, no está padre—, pide Raquel.

Él no responde, mira a Emiliano por el espejito retrovisor.

La camioneta se detiene finalmente en la entrada del rancho junto al cartel de la entrada que está algo desprendido del palo.

—Se torció el cartel de La Loretana—, repara Emiliano.

A Juanon, eso lo tiene sin cuidado. Le pide la navaja al niño para abrir la tranquera, 

—No tengo tantos títulos, pero al menos lo que sé hacer sirve para algo. 

—No empieces—, le ruega Raquel.

—¡Es que ya no me quieres!—, continúa él, manipulador, antes de bajarse del carro.

Yo ladro detrás del golpe de la puerta. Minerva se esconde debajo del asiento asustada. Raquel intenta callarme y se ensaña conmigo. 

—Silencio—, dice Raquel. —Ayúdame, Emiliano—, pide.

—Silencio—, grita también Emiliano.

Luego nadie habla por un rato, pero Raquel no está en paz, está inquieta. Juega con una flor. Le da vueltas en sus dedos. Cuenta los pétalos, como quien juega al “me quiere, no me quiere, me quiere no me quiere” pero sin deshojar esa flor marchita. 

Luego se quita su anillo, mientras el señor sigue forcejeando con la tranquera y enrollando el alambre de la entrada.

—Está triste la flor—, dice el niño. —¿Por qué la guardas?

—En el mundo indígena, la flor simboliza la relación que las mujeres y los hombres guardan con el mundo del monte, con Dios o los Dioses, y con la naturaleza. Es símbolo de pureza, de belleza y de armonía, pero a la vez, tiene un trasfondo. Hace una pausa y continúa. Es el destino último de la humanidad y de la vida, más allá de la muerte. Las flores son poderosas, sabes dice, vencen el pecado, la maldad… 

Ese intruso humano regresa. Arranca y continuamos camino hacia el rancho.

El ruido del motor finalmente se apaga. Me bajo de un salto. Las puertas del auto se cierran.

—Hablemos ahorita—, pide el macho envalentonado.

***

Gela y Minerva intentan entrar a la cabaña detrás los pasos de Raquel, pero Juanon se los impide. Cierra la puerta sobre sus hocicos. Emiliano, quien también ha dejado el auto, corre hacia la casa, tras los gritos estridentes de Raquel.

—Auxilio… Emi… 

El segundo portazo se cierra seco nuevamente en los hocicos de Gela y Minerva, que se quedan afuera, asustadas cuando un disparo estruendoso las inmoviliza. 

Es Emiliano primero quien sale a toda prisa con sudor frío en dirección contraria a los animales y la casa. Huye con velocidad a la tranquera. 

Gela se pone abusada, intenta aprovechar la tercera oportunidad para entrar en el espacio pequeño de la puerta entreabierta. Pero nuevamente se cierra el paso. La empuja la estampida de Juanon, quién corre detrás Emiliano. Está sollozando y balbuceando, lleno de sangre en la camisa, y deja que la puerta del mosquitero regrese al filo del marco de la pared.

Gela está dispuesta a derribar esta vez la puerta. Avanza hacia la entrada del rancho. Minerva la jala de la cola tratando de disuadirla. Gela se suelta de la gata. Se acerca al tapete de la entrada y la huele. Luego empuja con fuerza. Traspasa el mosquitero. Minerva ronronea mientras le acaricia el lomo. Gela avanza y huele los tenis gastados. Se detiene, estornuda, y se sacude el cuerpo cobrando valor y enderezando el lomo. Parpadea varias veces, luego se queda inmóvil. Minerva se le pega y comienza a  aullar desconsolada sin animarse a dar un paso más.

***

Los vecinos llegan agitados con el niño. La pareja de adultos, después de dudarlo un instante, cargan el cuerpo ensangrentado de Raquel.  Se alejan mientras el niño avanza tomado del brazo de mi ama. Una gran estela en forma de  raya roja queda impregnada en el suelo. 

Las mascotas siguen a la comitiva de rescate unos pasos detrás, pero luego bajan la marcha. Las atraviesa el ruido de los  grillos y el silencio humano y quedan desconcertadas en la entrada del rancho. 

El sol empieza a bajar.  Gela se acomoda en el tapete de la entrada. Minerva la sigue temerosa, jadeante, perpleja, se echa a su lado incapaz de separarse o recuperar su habitual independencia. Quedan como guardianas junto a la flor que dejó Raquel en el  suelo.

El sol cae y va tiñendo el cielo de rosado. La perra y la gata son dos latidos petrificados que protegen ese hogar vacío sobre las letras de “bienvenidos”. Sus miradas se posan en la inmensidad del horizonte. 

Desde la distancia del rancho, las mascotas parecen pequeñas. Están muy solas, son solo un bulto,  unas manchas,  un punto rodeado, cercado por una cinta policíaca amarilla con líneas negras.

Así están ellas, así permanecen, y pronto solo queda la oscuridad de la noche.

***


Nota del editor

Raquel Padilla

Este relato de Florencia Davidzon enternece y entristece. Enternece porque describe la vida de Raquel, Juanon, Emiliano, con rasgos de cotidaneidad, de vida plena, idílica, desde el punto de vista absolutista del narrador: un perro. Aunque cuando uno termina la lectura como el lector habrá terminado aquí, comprende que la banalidad del principio es la banalidad del mal, la que definió Hannah Arendt, la que avanza y se desarrolla de manera tal que en el final de la historia la muerte, la maldad absoluta del asesinato parece un acto trivial. Pero no lo es. 

Parecería que eso hace del desenlace algo inevitable. Es que lo fue. El asesinato de Raquel Padilla Ramos que inspiró esta obra, en manos de su pareja, sacudió todos los ámbitos que esta mujer excepcional habitaba en México. Su docencia universitaria como profesora en varios países. Su defensa de las mujeres. Sus hallazgos en antropología. Su comprensión como historiadora. Su cariño de madre de tres. Sus 17 libros publicados, como Mujeres indígenas, emisarias de Dios y del hombre o Los irredentos parias. Su vitalidad de ser humano con un futuro extraordinario por delante. Tenía solo 52 años. 

Y la tristeza proviene, al menos en quien esto firma, del hecho que el asesinato que describe el cuento, esta ficción histórica, es verídico. El desenlace, en consecuencia, es inevitable. No podemos hacer nada para impedirlo. Esto nos priva de uno de los pocos privilegios que le quedan al escritor: el derecho de cambiar los finales, de manipular la historia, de crear mundos impunemente. No pudo ser, lo que hace aún más difícil y más valiosa esta pieza de Davidzon, que abraza una realidad. No queda sino acompañar el texto con una foto de la verdadera Raquel Padilla, la que murió el 7 de noviembre de 2019, que es la misma que la del cuento.

Gabriel Lerner

 

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Florencia Davidzon

Escritora y cineasta. Posee una Licenciatura en Ciencia Política (UBA, 1995) y dos Maestrías en Bellas Artes, una en Cine (Maine Media College, 2016) y otra en Escritura Creativa (NYU, 2024). Recibió las becas Sylvia Molloy y el Tink Foundation Grant. Su trabajo como narradora se publicó en revistas y antologías. Sus cuentos “Target” aparecieron en la revista digital RoastBrief (2018-2019), “La Moralidad de las Hormigas” en la antología, Pies y Perras, de Laguna Libros, Colombia (2024), “Con la ñ y nada más” con Cuny-Unam (2025), “Nada” en Temporales (2024), “No Croaban” en Literal Publishing (2024). También publicó dramaturgia, “Guerrero” en Temporales (2023) y “Dramaturgias Pandémicas”, en la Revista de Artes Escénicas y Performatividad, Investigación Teatral de la Univ. Veracruz (2021). Su primera novela “La Terquedad de las Cenizas”, se publicó con Metrópolis, Buenos Aires (2024). Además, ha escrito artículos y ensayos para las revistas, Forbes y Neo México, Warc, Quirk´s Media, Chasqui y en la Revista de Comunicación de la UAM, Cuajimalpa, México. Actualmente se encuentra terminando su segunda novela, “El Susurro del Polvo”. More »
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