Chapina, un cuento de Florencia Davidzon

Verónica está acostada en su pequeña cama en aquel lugar que siente totalmente ajeno, en su recámara de empleada del hogar. 

Su cuerpo reposa inmóvil, pero su mente es un torbellino. Los recuerdos la persiguen. Ve, una y otra vez, las imágenes del día en que aquellos catorce policías irrumpieron violentamente en su hogar. 

Desde ese nuevo lugar y en un país donde no tiene familiaridad ni papeles y donde ahora vive despojada de todo siente su naufragio junto a sus pocas pertenencias: su bolsa de colores tejida, su uniforme de doméstica, sus fotos, el libro de inglés. Y el peine de madera. 

Lentamente, se pasa las uñas por las marcas en su piel que tiembla sobre los vestigios de tantas torturas.

***

Los ecos de los recuerdos quiebran el silencio de aquella noche: Ventanas que se rompen, hombres armados que gritan, órdenes tajantes, caos de muebles arrastrados y personas uniformadas que no dejan de empujarla.

—¡Obedezcan, esta es una orden del mismísimo Chupina! ¡Muévanse! —gritan  los hombres.

—Quince —responde  susurrando Verónica. El oficial la confronta con autoridad, revólver mediante.

—¿Quince? —replica incrédulo.

—Sí, señor. Tengo quince años —responde ella, apenas audible.

Un disparo retumba sobre alguien y el sonido vibra por las paredes. Mauricio grita desesperado.

—¡Mátenme!

—Tu madre — contesta el policía. 

—¡La tuya, hijo de la gran puta! —espeta Mauricio. Es ejecutado frente a todos por otro caballero uniformado.

—Usted, ¡no mire! ¡Silencio! —ordena el policía, que ve los ojos horrorizados de Verónica. Pero ella grita desgarrada, aferrando la mano de su hermano menor. . 

—¡Papi, papi! 

—¡Calmadita, carajo! ¿Entendiste? —dice otro de los uniformados. Los otros ríen. 

—¡No me toque! – Verónica huye hacia la habitación con más luz con el niño llevándose todas sus memorias intactas en la sombra, dentro de ella, para siempre.

***

Sobre el mostrador de una carnicería, una mano troza un lomo de carne en fetas anchas en el supermercado Camagüey de la ciudad de Los Ángeles.

Tres clientes. Cada uno va a su bola. Toman cosas de un estante mientras esperan que el carnicero termine de armar sus pedidos. Entre ellos se ignoran, casi no se miran y no parecen conocerse.  

Verónica es una mujer de unos 39 años. En su sonrisa faltan varios dientes.  Mete en su canasto una lata de frijoles Ducal. Alejandra, una señora de 48 años, con la cara demacrada de cansancio toma una lata del anaquel de los chiles picantes. Germán Jr., un señor de 50 años y canas en sus pocos pelos, tipea mensajes de texto en su celular mientras espera. 

Verónica cruza la mirada con Germán Jr. Algo la perturba. Él le resulta familiar. Toma el pedido, agradece en un perfecto inglés y se aleja. Ella también se encamina hacia la salida. El carnicero llama finalmente a Alejandra, quien se gira para recoger su orden.  

A la salida del supermercado Verónica toma un periódico gratuito en español del mostrador. El titular le hiela la sangre y le desfigura su rostro: «Juicio contra Ríos Montt en Guatemala”. 

***

Dentro de un auto deportivo, en uniforme de karate blanco y cinto negro, German Jr. discute con un trabajador, Bej, un joven de origen maya de unos veinticinco años. Está enojado; lo regaña y descalifica su labor defectuosa en la construcción del tejado de su casa. El señor se desahoga en inglés, pero Bej no logra entender lo que le dice.

—¡Perdón! —repite varias veces Bej.

—¡No entiende inglés, señor! —justifica Efraín, otro joven que lo habla apenas un poco mejor.

Germán Jr. se aleja molesto hacia la entrada de su nuevo hogar. 

—¡Pendejos! — les dice luego en un perfecto español.

***

El viento aletea y choca contra los vidrios del automóvil de Alejandra que va cuesta arriba hacia el barrio de Los Ángeles en la zona de montañas que dividen el valle del mar. 

La  radio invade la atmósfera con la voz de un abogado guatemalteco, Edgar Archila, “el día de hoy es un día histórico, es un día especial, que las víctimas a las cuales yo represento han esperado por más de 30 años…”

El auto desacelera y se detiene frente a una pequeña casa de caravana. Los sonidos de los pasos de Alejandra, el ruido de la fricción de las bolsas de supermercado se vuelven predominantes. La mujer avanza hacia su rústico hogar. También carga dos cajas de mudanza. 

Deja las bolsas y las cajas en el suelo en la entrada. Busca sus llaves, pero no las encuentra. Piensa con frustración: tal vez las ha dejado adentro del auto. —¡Fuck! — dice mientras regresa al auto. 

El motor sigue encendido. La radio continúa dando las noticias en español sobre el juicio a Ríos Montt. —“No hubo genocidio”, dice el presidente Pérez Molina… —en voz solemne y segura desde el parlante de la radio. 

Alejandra intenta abrir la puerta del auto a través de la pequeña rendija de la ventana, pero no lo logra. Camina en busca de ayuda hacia una casa vecina. Pasa por un jardín lleno de columpios y otros juegos infantiles, desde donde ve a un grupo de trabajadores que sale de la propiedad de su vecino. 

Intenta llamar la atención de los trabajadores, pero ellos no la oyen, se suben a una camioneta y conversan en acentos mexicanos y centroamericanos. Se alejan rápidamente. Alejandra grita tratando de detenerlos, pero es en vano. La camioneta sigue alejándose por el camino tomando velocidad. 

Efraín, desde el borde de la cajuela de aquella camioneta, posa sus ojos sobre otra mujer, una joven que carga bolsas del supermercado y que parecería avanzar cuesta arriba desde hace varias millas, camino a una casa en la montaña. La mira en silencio con curiosidad. De pronto la recuerda. Hace un gesto de reconocimiento; la saluda con el brazo, grita su nombre, pero ella no lo ve. —¡Es Verónica!, exclama efusivo lleno de alegría —¡Es ella, está viva! Pero la camioneta sigue su camino y cada vez está más lejos. Él se resigna y comienza a conversar con Bej en su idioma natal.

***

La casa de Germán Jr. es muy moderna y llena de objetos de arte que parecen valiosos. Adentro, la radio continúa transmitiendo el juicio a Ríos Montt y sus colaboradores. 

El dueño del lugar escucha con atención mientras se prepara un café. Se quita su uniforme de karate y se pone una ropa más cómoda. 

Golpean a la puerta con fuerza. 

Su perro blanco, esponjoso y alto ladra furiosamente. El retrato donde está la foto de Germán Jr. de niño junto a un adulto vestido de marino americano cae al suelo. 

El golpe en la puerta no cesa. 

Germán decide acercarse a la entrada, algo molesto por la interrupción de su rutina, por tener que dejar de acomodar su compra en el refrigerador. No esperaba a nadie y no quiere perder nada de lo que está escuchando en la radio que acaba de decir bien clarito, 

…porque el terror implantado por más de tres décadas en el país, hoy todavía se vive…”. Germán Jr. se siente obligado a bajar el volumen de la radio.

—¿Quién es? —pregunta.

—Soy su nueva vecina —responde Alejandra desde el otro lado.

***

Cerca de allí, Susan, una señora entrada en años, demacrada, con su espalda caida y vestida de negro pasea lentamente sujetando la correa de un perro, pequeño, negro con manchas blancas, que ella llama “Melissa”. Le habla al perro en un perfecto inglés como si fuera una persona porque no encuentra a nadie más con quien hablar en esa montaña, pero el perro sigue olfateando y ni voltea. 

Susan se sorprende al encontrar la entrada de la casa de Germán Jr. tan descuidada. 

—Estos trabajadores descarados… murmura. Le dije a Germán Jr. que no deberían dejar así la entrada —Llama a Melissa con un gesto impaciente—. Melissa, no te alejes. ¿Quién dejó tanta basura en mi bote? Con ojos inquisitivos, se voltea hacia el terreno de Alejandra y está a punto de salir hacia allí buscando pelea, pero algo capta su atención y se detiene.

—¡Melissa, no te lleves eso! —le grita, con una mezcla de enfado y paranoia—. Luego mirando hacia su casa posa la mirada en su árbol preferido, —Hay menos limones en mi árbol… ¿Verdad? ¿Me vieron la cara? ¡No soy estúpida!

Con paso decidido avanza hacia la entrada de la casa de Germán Jr.  Arroja su periódico arrugado frente a la puerta y se vuelve hacia su casa para comprobar de cerca la falta de limones. Entre las páginas se distingue la imagen de Ríos Montt, como un recordatorio de lo que fue.

Sara se detiene. Está mirando a Verónica, que camina con cansancio, cargando bolsas.  Verla le causa un alivio inmediato. La joven empleada parece asustada, camina insegura en pasos cortos y lentos arrastrando los pies.

—Por fin. Pensé que habías perdido el último autobús —dice con tono firme, como quien da una orden disfrazada de preocupación—. El vecino dejó el luto y volvió a trabajar, debí pedirle que lo hiciera él.

Verónica baja la mirada, evitando cualquier contacto visual con su jefa.

—¿Alguna novedad sobre el niño? —pregunta Susan. Su voz no refleja genuina compasión sino un interés protocolar, casi mecánico.

Verónica niega con la cabeza en un gesto cargado de resignación. 

El silencio entre ambas se alarga como una fila de migraciones en la frontera, una hilera que separa lo dicho de lo no dicho; hay una pesadez en el ambiente y el eco de la historia no relatada resuena en el aire.

***

Germán Jr. y Alejandra intentan abrir el auto sin éxito. El espacio de la ventana es demasiado pequeño, sus manos demasiado grandes, apenas pasan, no logran alcanzar el seguro de la puerta.

La radio sigue encendida y continúa cubriendo el juicio a Rios Montt.

—Voy a llamar al servicio de auxilio… ¿Puedo usar tu teléfono? —pregunta Alejandra. — Acá no tengo señal.

Germán Jr. observa con curiosidad a su nueva vecina. 

— Me resultas familiar… ¿nos conocemos? —pregunta Germán Jr.

—Estoy postulándome para ser alcaldesa —contesta ella con orgullo.

—Ah, sí, —dice— entonces hablas español, ¿Torres? — arqueando una ceja.

—Algo, pero hablo mejor inglés —Alejandra le contesta  sin perder su porte.

Germán Jr. suelta una sonrisa irónica y no esconde compartir lo que piensa, —¡Qué curioso, ahora somos nosotros los yanquis, los imperialistas, y tu la futura alcaldesa! Se ríe. 

—O podemos elegir no serlo —replica ella.

—Te voy a votar —concluyó él con seguridad moviendo la cabeza. 

Empiezan a dirigirse a la casa de Germán Jr. En el trayecto se cruzan con Verónica, la empleada de Susan que pasea al perro negro y blanco de su jefa.  

Verónica, tímida, se detiene en la esquina, y observa de cerca a Germán Jr. con una mezcla de duda y desconfianza. Cuando él y Alejandra pasan de largo sin voltearse y tratándola como si fuera invisible, ella se acerca al auto de Alejandra.  Allí se queda inmóvil, y se dedica a escuchar la radio.

—Teníamos tanto, muchas cosas tenía en Guate. Todo con gran esfuerzo —murmura en confesión a Melissa, como si el perro pudiera entenderla o como si fuera la encarnación de su jefa —. Nos robaron todo, el pequeño colchón, la sillita del niño…acabaron con todo, todo, a sangre fría. Mientras le habla a Melissa, sus ojos se llenan de ira y se clavan en las espaldas de Germán Jr., que ahora está más lejos. 

Verónica regresa a la casa también, detrás de ellos. Abre el buzón de Germán Jr. Revisa con intriga y malicia su correspondencia. Al leer el nombre completo de él en las cartas, su expresión cambia. Pierde la tranquilidad mientras Melissa hace sus necesidades. Ella no recoge las heces de la perra y deja caer la correspondencia al suelo para luego alejarse a toda velocidad.

***

En el cuarto de servicio de la casa de Susan, Verónica toma una ducha. El agua tibia cae sobre su piel, pero no logra borrar el asco que la atormenta. Se siente frágil y triste, sin poder contener el enredo en su garganta, las lágrimas comienzan a deslizarse por su rostro, mezclados con el agua que no la limpia, no puede limpiarla por dentro. 

Desde otra habitación, la voz de Susan irrumpe el instante con impaciencia. Sus órdenes requieren acción subordinada e inmediata.
—¡Necesito un vaso de agua y tomar mis pastillas! ¿Dónde te has metido?

Verónica respira hondo, trata de recobrar la calma.
—Ya voy —responde. Cierra el grifo y se seca a toda velocidad. La toalla le eriza la piel.

***

Germán Jr. revisa el reloj de su muñeca.
—Estarán en cuarenta y cinco minutos —dice, mientras Alejandra recorre la habitación con curiosidad y resignación.

—¿Podría tomar un café? —pregunta, intentando aliviar el peso del sueño acumulado.

—Claro —responde Germán Jr. Le sirve  una taza. La observa, con un interés algo libidinoso.

—Estoy extenuada, apenas puedo dormir estas noches… —confiesa ella, llevándose la taza a los labios.

—Vas a ganar. Serás alcaldesa —le asegura él, con una sonrisa que mezcla confianza y un desatado coqueteo.

Alejandra se siente incómoda y comienza a inspeccionar en detalle la sala. Toca todo lo que encuentra interesante a su paso: las fotografías, los trofeos de karate, y los libros desordenados. El recoge algunos papeles personales que ha dejado sobre la mesa. 

Ella se acerca a la radio. Quiere subir el volumen, pero él la detiene. Toma con determinación la perilla y apaga el aparato. 

Alejandra entonces aleja sus manos de allí y posa sus dedos en el retrato que sigue en el suelo de Germán Jr. cuando era niño, vestido de Marine junto a un adulto, y lo levanta temblando.

—¿Vives solo? —le pregunta.

—Sí, soy soltero —responde Germán Jr.—. ¿Y tú?

—También —responde ella de manera frontal. En su voz hay algo más, que quisiera decir, pero que no dice.

Ella señala el portarretratos: —¿Familiar? — Baja la mirada sin esperar su respuesta.
—Como sí. Acaba de morir.

—Lo siento… apuesto el señor, ¿no? —comenta.

—Tan guapo como testarudo —dice Germán Jr., con una sonrisa amarga—. Pobre Susan. Pensó que vivir en el extranjero lo volvería un hombre más fiel, o tal vez que tendría menos competencia con otras mujeres. ¿Ya conociste a Susan?

***

A la salida del supermercado en Camagüey, unos trabajadores bajan de la camioneta entre risas y bromas. La noche es fresca, y el aire está cargado de olor  a comida rápida y a gasolina revuelta con el bullicio de sus voces.

—Búscate otra mujer —le dice Bej a Efraín, en tono burlón, mientras ajusta la gorra a su cabeza.

—¡No! La voy a invitar a comer —. Sonríe como si estuviera seguro de lo que dice.

Bej lo mira de reojo, con una mueca de incredulidad. — Pero si esa Verónica te mira y no te ve…

Efraín se ríe y sacude la cabeza, y saca  más barriga .— No soy tan flaquito, que me vió, seguro, se hace la dificil —contesta, e infla el pecho.

—Vaya pues —dice Bej alejándose, encogiéndose de hombros—, pero no la lleves a Pollo Campero, ¡eh! 

Efraín sonríe divertido —¿Qué dices, te parece si mejor me cambio de nombre? —pregunta realmente contrariado, mirando a Bej como buscando su aprobación. Pero no espera su respuesta — ¡No cambio  nada! ¡Qué culpa tiene mi nombre de que haya otro que lo portan tan mal! ¡Ella está igual!

Bej se limita a reír mientras se pierde entre las luces del estacionamiento, dejando a Efraín con sus pensamientos y sus sueños de una cena ideal que probablemente nunca sucederá.

***

Susan está sentada en el sofá de su sala, con un libro abierto entre las manos. La luz cálida de la lámpara a su lado ilumina su rostro arrugado. El retrato de su esposo fallecido, el apuesto Marine, descansa en una pequeña mesa cercana. El hombre está en su uniforme militar, erguido, elegante y serio. Una vela parpadea junto al retrato, la llama lucha contra el aire que entra por la ventana para mantenerse encendida.

Detrás de Susan, las montañas y el mar se extienden en la oscuridad, formando un horizonte distante y borroso. 

Verónica entra a la sala con el vaso de agua y las pastillas en la mano para Susan. Sin decir palabra, recoge los restos de comida que han quedado en la mesa. Sus ojos no se quedan mucho tiempo en Susan ni en ese lugar; se pierden en la ventana, en la inmensidad del jardín que da al mar. 

—Era tan apuesto, tan encantador… —dice Susan, sin apartar la vista del retrato—. Yo aún soy joven, pero no voy a poder encontrar otro hombre así en mi vida… Es tan injusto, tan injusto que se haya ido así …

Verónica sigue en silencio, con los ojos fijos en la ventana. —Tan injusto, tan injusto…que se haya ido así —repite, como un eco, casi inaudible.

Gira lentamente, dispuesta a marcharse, pero Susan la detiene. —¿Puedo decirte Chupina? ¿Te gusta? así le dicen a los guatemaltecos ¿No? —pregunta, con un tono inesperadamente casual y horizontal—. Me suena mejor que Verónica. ¿Puedo llamarte Chupina?

Verónica la mira, confundida por un momento, luego comprende el origen del error de su jefa, —Es Chapina, Cha-pi-na —corrige.

—Claro, Chapines, Chapina… —responde Susan, esforzándose por pronunciar esa palabra correctamente—. Tengo un acento horrible, disculpa, no uso tanto el español en estos días. A él le gustaba mucho Guate. A mí no tanto. Pero debo reconocer que nos trataron tan, tan bien…

Verónica, distraída, da un paso en falso y golpea la mesa. La vela cae al suelo y se apaga en el impacto. El retrato del Marine también se desliza y se estrella contra el suelo. El vidrio se quiebra en añicos. Los restos de comida, con carne chamuscada y vetas de jugo de sangre terminan mezclados con los fragmentos.

Susan se levanta de golpe. —¡No lo toques, no lo toques! —grita, con voz cargada de ira y desesperación.

—Déjeme limpiar —responde Verónica, nerviosa. Se  inclina hacia el desastre.

—Déjanos solos —ordena Susan cortante sin mirarla.

Verónica se endereza y, sin decir más, se marcha de allí. La puerta se cierra suavemente detrás de ella. Susan se queda ahí, de pie, mirando los fragmentos esparcidos en el suelo junto a los restos  de carne. 

La habitación, ahora sin la luz de la vela, parece sumergirse en una oscuridad más profunda. El retrato de su esposo yace destrozado entre los restos de comida.

***

Germán Jr. sigue coqueteando con Alejandra. Ahora le sirve una copa de vino. La atmósfera parece íntima, y Alejandra se siente más tranquila aunque todavía distante y cautelosa. —Me encanta la calma que reina aquí en la montaña—dice, y sus palabras se mezclan con el silencio de la noche.

—Las montañas son poderosas —responde Germán Jr. Señala la ventana. Sus siluetas se recortan bajo la luz tenue de la luna. —¿Has visto?

Alejandra sonríe y, tras una pausa, murmura pensativa: —Me pregunto, ¿en qué idioma hablan las montañas?

Germán Jr. aprovecha el momento para acercarse un poco más. Sus movimientos son calculados, y antes de que Alejandra pueda reaccionar, le roba un beso. Ella se queda sorprendida, sintiendo cómo el calor sube a sus mejillas.

Desde el exterior, el ruido de unos pasos se aproxima lentamente. Es alguien del servicio de auxilios que habían llamado y que se anuncia. Germán Jr. ignora al visitante y la besa nuevamente.

—Creo que ya llegaron —dice él finalmente con una sonrisa.

—Ah… —responde Alejandra contrariada.

—¡Señor Chupina! —grita el técnico del servicio de Triple A desde la distancia.

Alejandra se congela de inmediato al escuchar su apellido. Sus ojos se abren desmesuradamente, y por un instante, parece que todo a su alrededor se detiene. Se voltea hacia la puerta en un movimiento en cámara lenta, como si temiera lo que pudiera encontrar del otro lado. 

Desde el fondo de la casa, un aullido de coyote rompe el silencio. Germán Jr., frustrado, dice en voz alta:
—Pero no, no es un problema de batería. Dejé en claro el tipo de emergencia que teníamos… ¿Cómo que otros cuarenta y cinco minutos más? Luego suspira. Mira a Alejandra y cambia  de tono. —Bueno, supongo que vas a quedarte a cenar.

La incredulidad y el miedo en Alejandra crecen y se desbordan de su cuerpo. De pronto, la oscuridad que rodea esa casa parece volverse más opresiva, y un intenso escalofrío le recorre la espalda. Siente un nudo en el estómago. Se aleja de German Jr. y se acerca al fregadero. Allí vierte el vino de su copa decidida a dejarla vacía. Una palabra resuena en su mente, repitiéndose como un eco: —Chupina… Chupina… Chupina…

Afuera, el técnico pisa sin querer el excremento del perro que Verónica no ha recogido y su maldición interrumpe la tensión entre la reciente pareja. 

Germán Jr., avergonzado por el accidente, se acerca al trabajador. —Lo siento mucho, aquí tienes para limpiarte —le dice. Recoge del suelo las páginas del periódico arrugado que le dejó Susan.

El técnico toma el papel y lo usa para limpiar sus tenis manchadas de la caca de Melissa. La cara de Ríos Montt, impresa en el periódico, queda estampada contra la suela cubierta de suciedad del trabajador. 

Alejandra sigue de pie en la cocina de Germán Jr. Su voz suena tensa cuando dice: —Me tengo que ir.

Germán Jr. la observa, desconcertado. —¿Adónde? ¿Ahora? Faltan otros cuarenta y cinco minutos. 

—Necesito irme —dice Alejandra con firmeza, sin mirarlo.

Él sonríe con un aire despreocupado. —Pero están por llegar… es una luna llena preciosa.

Alejandra lo mira, y como una furia determinada exclama: —Déjame sola, Chupina.

Germán Jr. frunce el ceño, ofendido. —No hagas esa cara cuando pronuncias mi apellido. Te ves fea…

Alejandra ignora su comentario. En lugar de responder, se acerca al sofá, enciende la radio y se deja caer en el asiento. Las noticias siguen transmitiendo el juicio. Las voces de los periodistas resuenan en el fondo, analizando testimonios.

Germán Jr. mientras tanto se zambulle en la cocina y saca una bolsa de plástico transparente con carne ensangrentada para hacer la cena. La sostiene en alto, como una ofrenda. —¿Tienes hambre? —pregunta con tono casual.

Alejandra levanta unos centímetros la mano, pidiendo silencio. —Quiero escuchar… Fue un genocidio. 

En el exterior, Verónica se acerca al otro lado de la ventana. Lleva unos fósforos y los maniobra con destreza. Los enciendo y los apaga. 

Luego juguetea con el fuego, distraída enfocada en el reflejo del semblante de German Jr. Las llamas de los fósforos parpadean en sus dedos.

El dueño de casa vierte más vino en su copa.  Hace una pausa y mira a Alejandra. —¿Comes picante?

Alejandra lo ignora. Sus pensamientos están en otro lugar, emite en voz baja un pensamiento: —Fue hace tanto tiempo…… tanto. Sufrí tanto. Tener que venir aquí, ay papi…Una lágrima cae de los ojos de Alejandra, y rueda lentamente por su mejilla. 

Desde afuera, Verónica saca un cigarrillo y lo enciende. Fija su mirada en una vieja fotografía que carga, de su niño en un paisaje de su pueblo de Guatemala junto a un lago gigantesco al pie del volcán.  

***

Germán Jr. queda en silencio, finalmente dice: —No lo llamaría genocidio…, y comienza a cortar la carne en la tabla de la cocina, mientras el sonido del cuchillo llena todo el aire. 

Alejandra no lo duda, su mirada se cruza con un bate de béisbol. Lo toma y avanza con él a pasos lentos pero decididos.

***

Verónica, afuera junto a una ventana,  sigue jugando con los fósforos.  Germán Jr. enciende la estufa de la cocina con otros fósforos.  

El vidrio del auto de Alejandra se quiebra y llena la noche de ecos encadenados.  La ventana está completamente destrozada pero libre.

La mano de la futura alcaldesa pasa por la abertura rota. Saca sus llaves. Deja caer el bate junto al periódico del asiento del pasajero, donde la cara de Ríos Montt sigue visible, arrugada y sucia.

***

Verónica encuentra otro periódico en la entrada de la casa de Germán Jr. Está cubierto de excremento de perro. 

Lee, Efraín Ríos Montt, el exgobernante militar de Guatemala, fue condenado el 10 de mayo de 2013 por genocidio y crímenes de lesa humanidad en un tribunal de Ciudad de Guatemala, y sentenciado a 80 años de prisión”.

Enciende el periódico. Las llamas crecen y ella observa, inmóvil, como las letras en el papel convierten  en cenizas el rostro impasible de la fotografía. Disfruta. 

Ahora intenta apagar el fuego y sopla, pero su nombre  y su imagen parecen querer seguir a flote entre las cenizas, entre el espacio de la falta de sentencia.

«Unos 250,000 guatemaltecos fueron asesinados durante un conflicto que enfrentó a varios grupos guerrilleros contra el Estado guatemalteco. Varias víctimas hablaron del trauma perpetrado por los soldados, incluyendo violaciones y otras formas de tortura

Las llamas crecen y se abrazan al filo de una columna de madera y suben hacía el techo de la casa de German Jr. y Verónica tose y tose y se echa a correr desorbitada. 

***

Alejandra conduce su automóvil, con el rostro tenso y más cansado. En el otro asiento hay una pila de cuadernos y volantes de su candidatura. 

El radio del auto de Alejandra sigue encendido. «La condena de Ríos Montt fue anulada por la Corte Constitucional del país debido a cuestiones de procedimiento

Ella abre la solapa del primer cuaderno y saca una fotografía. El rostro de su padre y el de ella de pequeña la enternecen. Luego toma otra con la imagen de él con cartel de desaparecido, donde se indica que estuvo secuestrado por ser líder sindical durante el mandato de Chupina. 

Cuando se aleja una cuadra de donde estaba estacionada, el humo de un incendio la alcanza y rodea el contorno de su auto,  pero nada la detiene, ella tose y apura la marcha. Cruza Venice Boulevard, y lanza una mirada de alivio al encontrarse con el  mercado Camagüey en la distancia libre de humo. ¡Ha pasado! — dice. 

En la puerta del estacionamiento de ese mercado, está Bej de pie junto a la camioneta. Mira hacia el horizonte de donde viene el humo. Escupe al suelo y preocupado lee el lenguaje de la naturaleza.  

El resto de los trabajadores suben al vehículo para comenzar otro día de trabajo en la montaña. El conductor prende la radio, el sonido de las sirenas de policía se mezclan con la descripción de las llamas, y los informes de los bomberos.

La bolsa de la compra con la carne ensangrentada en la puerta de la caravana de Alejandra se expande por el suelo. 

Un locutor lee un reporte informativo sin gran emoción, desapegado y resignado a la realidad de cada día, y de cada verano en Los Ángeles, «Los incendios siguen activos en.… residentes de toda la montaña…»

 

Autor

  • Escritora y cineasta. Posee una Licenciatura en Ciencia Política (UBA, 1995) y dos Maestrías en Bellas Artes, una en Cine (Maine Media College, 2016) y otra en Escritura Creativa (NYU, 2024). Recibió las becas Sylvia Molloy y el Tink Foundation Grant. Su trabajo como narradora se publicó en revistas y antologías. Sus cuentos “Target” aparecieron en la revista digital RoastBrief (2018-2019), “La Moralidad de las Hormigas” en la antología, Pies y Perras, de Laguna Libros, Colombia (2024), “Con la ñ y nada más” con Cuny-Unam (2025), “Nada” en Temporales (2024), “No Croaban” en Literal Publishing (2024). También publicó dramaturgia, “Guerrero” en Temporales (2023) y “Dramaturgias Pandémicas”, en la Revista de Artes Escénicas y Performatividad, Investigación Teatral de la Univ. Veracruz (2021). Su primera novela “La Terquedad de las Cenizas”, se publicó con Metrópolis, Buenos Aires (2024). Además, ha escrito artículos y ensayos para las revistas, Forbes y Neo México, Warc, Quirk´s Media, Chasqui y en la Revista de Comunicación de la UAM, Cuajimalpa, México. Actualmente se encuentra terminando su segunda novela, “El Susurro del Polvo”.

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