Me hipnotizaban los cuentos de estructura cíclica y la literatura fantástica. Fui un coleccionista de fotografías de rostros en close-up (pero en blanco y negro); un típico consumidor de ideas célebres, frases ingeniosas, palabras catapultadas como al azar. Fui un aficionado a las cartas que provienen de España, a las pasiones que comienzan y nunca acaban, a mis hijos recién nacidos y a los plagios de los otros. Fui agnóstico y bebedor.
Desesperado por todo ello resolví un día escribir un cuento cuya trama se desarrollara en la realidad en el preciso momento de su lectura, coincidiendo el tiempo del discurso con la historia creada. Es decir que una vez escrito el relato, pudiese leerlo en un acto público y así los espectadores observarían, pasmados, cómo lo que yo leyera se fuese haciendo realidad, palpable, tangible, estremecedoramente actual. Una narración en donde las figuras fuesen inicialmente inexistentes, imaginarias, fantasiosas, anatómicamente imposibles, para devenir en personajes reales, caricaturescos, sorprendentes, deleznables, verdaderos, humanos. Crear con el soplo, con el hálito de mi lectura, un mundo ya no ficticio, ya no literario, sino que emergiese del reino de la palabra, para insertarse, necesariamente, para siempre y sin posible retirada, en la cotidianeidad terrenal.
Érase entonces el rey de Jerusalén que dejaba secretamente su palacio cierta madrugada y descendía a la ciudad vestido de harapos. Recorría silenciosamente los mercados en donde se pesaban fantasías de gritos, sudores y truhanes en balanzas falseadas. Arquetipos de plebeyos tal como los concedían sus sueños; estatuas fastuosas que describiesen sus propias victorias, las simuladas y las imaginarias; homicidas a sueldo espiando detrás de las cortinas, vendedores de todo tipo, pregoneros de la vocación, mujeres roncas ya de viejas y cigarrillo, una púber leyendo el futuro sobre un vidrio esmerilado, saltimbanquis y cuadrigas, estafadores y políticos y por sobre todo fruta, verdura, mucha carne, toda la carne del mundo en aquel mercado, faisanes y perdices y tortugas, arenques, venados y caracoles, tórtolas, codornices y corderos, bueyes, gallinas y truchas. Alguien vende lentes ahumados para el sol, quesos recién llegados del Sur, arena de la que cayó torrencialmente en la víspera, una bula del Papa Alejandro XIV, noticias del último siglo, los favores de una señora a cambio de la liberación de su padre a quien tanto extraña.
De modo que recorriendo los mercados, aparentemente sordo a las exclamaciones de sorpresa que se superponen a los pregones, el monarca llega, imperiosa e irresistiblemente atraído a ella por efecto de mi pluma, a una librería de textos antiguos. Resuelto, se encamina al fondo oscuro, a un sugestivo rincón jamás frecuentado, coloca debajo de cierto estante un taburete al que se sube y en puntas de pie y con los brazos estirados (los reyes de los cuentos son todos bajos, bien alimentados, bigotudos y con vestuario de oropel), desempolva de un lugar que sólo él sabe cómo encontró, un libro.
Es voluminoso el libro, encuadernado en cuero y con incrustaciones de nácar y piedrecillas de colores. Puede ser un antiguo tratado de navegación, con mapas de grotescas proporciones, tortugas musculosas y tritones; o mejor un texto de alquimia para principiantes, o quizás un escrito hasta ahora desconocido y escandaloso atribuido a Nostradamus, en donde el astrólogo reniega de todas sus profecías y pronostica, precisamente, el reinado del Fuego.
Como si estuviese distraído el Rey hojea ese libro. Cae una hoja de pergamino en la que no había reparado antes. El rey desciende del taburete y se retira al extremo del recinto para leer asombrado: en el pergamino está escrito el relato de un rey harapiento que recorre su pueblo y encuentra el libro, al fondo de una librería de viejo en el mercado…
El rey real (aunque creado por mi lectura) lee la historia idéntica a la suya de un rey de ficción, un reflejo legitimizado de mi cuento heresiarca. Para cumplir con mi propósito, el cuento escrito y leído por mí generaría la acción del rey, que a su vez daría lugar al nuevo cuento encontrado por él en el pergamino. Los dos serían totalmente idénticos y simultáneos y sin embargo distintos.
Pero el rey de mi cuento debía leer en voz alta aquel nuevo relato en el que se repitiesen todas las peripecias por las que él había atravesado (¿o atravesaba?) etapa por etapa. Simultáneamente, yo también estaba obligado, en virtud de mi lectura, insuflar el aire en los pulmones del rey a fin de convertir la estructura en circular, o sea perfecta, concentrando la atención en el momento justo del encuentro entre la lectura del rey y la mía; la del rey engendrándose ya concluida la acción y la mía dándola a luz al vocalizarla. Mi palabra creadora llevaría así, inevitablemente, a la conclusión de las cosas, a la existencia real del mundo ideado.
Para que la trama del cuento se hiciese realidad exactamente en el momento de su lectura, tuve que montar una escenografía gigante, suntuosa, magnífica, digna del Acto. Centenares de extras, escenas ensayadas hasta la nausea, cuadros falsos montados y desmontados, efectos de luz y sombra. Veinte puestos de mercado, dos calles, un vestuario y una oficina de relaciones públicas.
También tuve que adaptar el ritmo de la lectura al límite de velocidad soportado por los acontecimientos, a las respiraciones del rey, al frufrú de los vestidos de las mujeres en el mercado, al crujido invencible de los estantes. Medí la velocidad, recorrí el mercado de día y de noche, ida y vuelta y otra vez hasta con los ojos cerrados. Así adquirí pleno control de la Lectura.
Me comuniqué con la oficina del Rey, donde expliqué la intriga y pedí su colaboración.
En principio, me hizo decir muy serio, estaba interesado, con la única pero expresa y real condición de que él apareciera en el título del cuento. Y que se lo dedicara.
Otro problema fue conseguir el libro de donde caería el pergamino: se hallaba en una cámara de cristal en la biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, al vacío. Lo resguardaba del tiempo un grupo de niñas adolescentes que permanecían allí día y noche al abrigo del libro, todas ellas de largos cabellos lacios y brillantes, ojos verdes y labios carnosos y permanentemente húmedos, virginales por siempre jamás. Tules verdes y azules rodeaban al libro en dinámica sucesión de brisas y danza;. Opaco desde el otro lado del gruesísimo vidrio, era sórdidamente inexpugnable en el Recinto.
El camino trazado por el libro al salir de la cámara de cristal, el modo en que fue obtenido, fue irremediablemente borrado en todas las versiones de este cuento por una mano firme y omnipotente.
Al mercado llegaron, curiosos, decenas de niños. No se quisieron ir. Quedaron allí también las madres que vinieron en su busca. Sin que nadie la hubiera llamado sobrevino así una abigarrada multitud, agolpada y perseguida de cerca por empleados municipales, vendedoras de hielo, traficantes de drogas, ladrones de carteras y periodistas: el público.
Sólo cuando todo estuvo listo, una vez que reinó la calma y se recobró aparentemente el orden natural de las cosas, escribí el relato. No me llevó mucho tiempo, porque los elementos ya habían sido creados en el transcurso del proyecto, de modo que me quedaba, especialmente, hacer cuenta de los recursos que había introducido a la realidad. Por eso, el cuento no fue sino una enumeración de realidades registradas, de páginas ya escritas, quizás de otro cuento.
Sin embargo la mía fue una verdadera tarea de escritor. Era yo quien trazaba las palabras, formaba las ideas, vislumbraba vagamente un desenlace. Decapitaba, hilvanaba, fundaba, perdía. En rigor, erré a menudo, copiando el cuento en mi vieja máquina de escribir, una y otra vez, hasta que se apoderó de mí un sopor pesado y marino, más profundo que un sueño, capullo transparente e infranqueable que me hundió en las letras y del que no he logrado despertar hasta el día de hoy. Pero el cuento se corrigió y adaptó a las condiciones, las que ya iban cambiando vertiginosamente. Convoqué a toda esa trouppe e inicié la lectura:
“El rey camina agachado entre los puestos. Desempeña muy bien su función; escudriña un poco, curioso casi, atento a todas las indicaciones. Algunas personas lo reconocen y le abren el paso con demostraciones de veneración”. Leo apasionado, con deleite voraz. La lectura lleva al rey al negocio de antigüedades literarias como era consabido; destaca en zoom un pliegue de concentración en la cara del rey cuando recito en voz alta lo que viene a ser inmediatamente sus pensamientos. Ahora él entra al local. Se interrumpe confuso cada vez que yo cambio de página, cuando me equivoco de palabra o cuando toso, nervioso. Sus ojos miran alrededor. La lectura le sigue al fingido rincón. Alcanzo todavía a enfocar de cerca los dedos del rey que palpan con delicadeza la textura del pergamino plegado que estaba dentro del libro y acercan el texto a la altura de sus ojos.
En este punto el rey debe, por obra y magia de mi palabra, leer a su vez la repetición de su propia historia miniaturizada en el pergamino.
Es entonces cuando concluyendo mi labor y completando el propósito principal, de la vida debo dar la palabra a este personaje que es, reconozcámoslo, en última instancia grotesco y anacrónico, inmerecedor del poder absoluto que le está por conferir generosamente mi palabra al entregarle, enmudeciendo a su vez su voz protagónica, una declaración, un pergamino, un espejo. Mi lectura está por ceder la palabra a este rey de juguete, listo para comenzar a hablar; pero en lugar de hacerlo, sólo transmite el terror de aquel imbécil mamarracho, su rostro desencajado, en tanto no puedo contenerme (no quiero ni puedo contenerme aunque quisiera) y leo, leo consumido de feroz felicidad:
“Y el Rey ve allí el relato de toda su vida, su nacimiento cósmico de hombre sin ombligo, su infancia veloz urdida y grabada en la memoria de los hombres, el nombre inventado de su estirpe, la dinastía fabulosa que él venera, la clasificación zoológica de sus ancestros, el inevitable toque letal de la monstruosidad copiada, la historia de su juventud y madurez, naturalmente falsa y luego la de su final; su boca se abre de pronto espantada y sus ojos salen de sus órbitas y él corre, sus manos buscan la garganta y enseguida un estertor mortal emana de todo mientras lenguas de fuego como yesca aventada por mi hálito lamen, como estaba pronosticado, primero al libro, los ropajes miserables del rey, y después los puestos del mercado y el trono del Lector, y todo se derrumba y carboniza y esparce y disemina llevado por el viento del olvido”.