Hugo Chávez, Evo Morales y Daniel Ortega afirman que Fidel Castro es su padre político e ideológico, y Rafael Correa considera al dictador cubano como el inspirador de la “revolución ciudadana” ecuatoriana.
Algo parecido, en tono menor, pasa con los gobernantes de Brasil, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay, que también rinden pleitesía al comandante ahora achacoso y enfermo. Uno de ellos, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, hace algunos meses fue humillada por Castro, a quien admira desde que era una adolescente.
Se lo perdonan todo, lo admiran y le ríen las gracias. Lo veneran como el patriarca de la ola izquierdista y del “Socialismo del siglo XXI” que tiene lugar en la región cuando ya el comunismo fue enterrado por quienes lo inventaron, en China y en Vietnam lo desmontan a velocidad supersónica y en Europa la izquierda pierde terreno electoral aceleradamente.
Pero lo cierto es que ni Castro ni la revolución cubana han tenido nada que ver con esta “onda de izquierda continental”. Es todo lo contrario, ésta ha sido posible debido a que en la región fue desechada la receta apocalíptica del tirano caribeño.
O sea, lo que estamos viendo en Latinoamérica es el fracaso de Fidel Castro y del Che Guevara como estrategas de la izquierda latinoamericana , quienes desde 1959 proclamaron el dogma de la lucha armada como única vía para llegar al poder, emprender “la liberación nacional” y “acabar con la burguesía y el imperialismo yanki”.
La sangre y fuego promovidos por Castro y el Che (quien quería “crear dos, tres, muchos Vietnam…” y en la Fortaleza de La Cabaña mandó a ejecutar a cientos de opositores políticos, la mayoría de ellos sin el debido proceso judicial), era un coctel de anarquismo con trostkismo –la “revolución permanente” y mundial- y un aventurerismo irresponsable, afincado en una asombrosa desconexión de la realidad que negaba la lucha política y sindical de los trabajadores enarbolada por el marxismo.
Es por ello que esa exhortación cubana a las armas, las bombas, los atentados, el asalto a bancos para obtener fondos económicos –recordemos a Tupamaros y Montoneros- , los sabotajes a oleoductos y actos terroristas urbanos, fue únicamente apoyada por grupúsculos y nunca por la izquierda democrática, ni por los partidos comunistas, que calificaban de “nacionalistas pequeño-burgueses” a ambos comandantes.
En tanto, Castro y el Che acusaban de “traidores” a los partidos y líderes de izquierda que participaban en los procesos electorales. “Le hacen el juego a la burguesía y al imperialismo”, gritaba Castro.
El derrocamiento de Salvador Allende en 1973 sirvió a Castro para reafirmar que la “vía electorera” no era viable. Y eso, pese al desastre de la guerrilla del Che Guevara en el Congo y en Bolivia, y el de las guerrillas que entrenadas y financiadas por Cuba hicieron eclosión en varias naciones latinoamericanas.
Desde su fundación en 1965, los dúos que procesan a todo aspirante a ingresar en el Partido Comunista de Cuba (PCC) el primer paso que dan es hacerle aceptar al candidato -para que conste en acta— que la única vía revolucionaria para alcanzar el poder es la lucha armada. Sólo tras la consolidación de Hugo Chávez en Venezuela en 2002, y luego de 40 años de vigencia, es que ya no se exige ese juramento a los ahora escasísimos aspirantes al PCC.
Esta posición extremista en los años 60 enfrió las relaciones de Cuba con la Unión Soviética, que alentaba a los PC latinoamericanos a participar en los procesos electorales, para indignación de Castro y el Che. Este último odiaba tanto a los dirigentes soviéticos como a los “imperialistas yankis”.
Recuerdo que al celebrarse en Moscú el aniversario 50 de la revolución bolchevique, en noviembre de 1967, Castro no sólo no asistió, ni Raúl tampoco, sino que envió a un funcionario de menor rango entonces, el hoy primer vicepresidente del país, José R. Machado Ventura.
Para colmo, Machado fue del aeropuerto para la Plaza Roja y al terminar el aparatoso desfile militar regresó al aeropuerto y esa misma tarde regresó a La Habana, sin asistir a ninguna recepción y sin entrevistarse con nadie.
Con esta “malcriadez” el dictador cubano le reciprocaba a la Unión Soviética la compra de casi toda el azúcar cubana al cuádruple de su precio mundial, y el regalo del petróleo y el armamento que recibía.
Alergia a las urnas
Lo curioso es que la razón básica de esta postura incendiaria y de rechazo a toda consulta popular democrática no es por convicciones ideológicas o políticas, sino por motivos muy personales: Fidel Castro es alérgico a las urnas.
Comenzó a padecer esta patología a los 21 años cuando en 1947 quiso ser presidente de la Asociación de Estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana y fue derrotado por su colega Freddy Marín. Y el mal empeoró cuando meses después fue candidato a Secretario General de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) junto con Humberto Ruiz Leiro, el aspirante a presidente, y ambos fueron derrotados por Enrique Ovares, quien fue entonces electo como nuevo presidente de la FEU, y Alfredo Guevara como secretario general.
En esas dos únicas ocasiones en que Castro se sometió al escrutinio popular fue vencido sobre todo por el estigma de sus conocidas actividades gangsteriles y su fama de irresponsable y “loco” .
Aquellos dos fracasos electorales lo marcaron, pero en la Sierra Maestra el jefe rebelde disimuló su aversión por las consultas populares y prometió muchas veces por la Radio Rebelde que tras el derrocamiento de Batista habría elecciones para elegir al Presidente de la República y que sería restaurada la Constitución de 1940. Sin embargo, tan pronto entró en La Habana lanzó la consigna de “¿elecciones para qué?, y en febrero de 1959 él mismo redactó la llamada “Ley Fundamental” que abolió la Constitución y concentró los poderes Ejecutivo y Legislativo en el Consejo de Ministros que él presidía.
En julio de 1979, el derrocamiento de Anastasio Somoza por los sandinistas en Nicaragua fue presentado por Castro como muestra de la validez de la lucha armada. Entusiasmado por una victoria en la que él intervino, el comandante cubano aumentó la ayuda a las guerrillas en El Salvador y Guatemala, que intensificaron los conflictos y dejaron 100,000 y 200,000 muertos, respectivamente.
Connotados terroristas urbanos y rurales aparecen como héroes en los libros de texto de las escuelas cubanas. Muchas de ellas, así como fábricas y hospitales, llevan sus nombres. El saldo de aquellas guerras civiles instigadas por Cuba fue de muerte, dolor, y más pobreza. Hoy sobreviven dos de aquellas guerrillas, dedicadas al narcotráfico, el bandolerismo y el terrorismo: Sendero Luminoso en Perú y las FARC en Colombia.
Ante la inviabilidad de la lucha armada, hasta la izquierda más iconoclasta y radical adoptó las reglas estigmatizadas por Cuba. Y poco a poco, alimentando el nacionalismo y el viejo discurso populista de hace 60 años (que tanto daño hizo a nuestros países) fueron accediendo al poder en elecciones democráticas, en casi toda Latinoamérica.
Así se instalaron la izquierda neocomunista lidereada por Venezuela e integrada además por Bolivia, Nicaragua y Ecuador, y la socialdemócrata que conforman Brasil, Chile, Uruguay, Argentina y Paraguay.
Castro, como astuto zorro, sin pensarlo mucho se subió al tren “electorero” que siempre calificó de “traición” a los revolucionarios. Y dada su experiencia de medio siglo como dictador, por gravedad devino guía del primer grupo –el carnívoro–, en especial de Hugo Chávez, quien con subsidios por 6,000 millones de dólares anuales es quien mantiene la isla de Cuba a flote.
Esta es la verdadera historia y no otra.