Pocas cosas aborrezco tanto como la adulación rastrera hacia los políticos. Ni siquiera me gusta que los llamen «autoridades», sino administradores de turno, con un mandato popular bien específico.
Esta asociación entre adulación y política me parece perversa, enfermiza de ambas partes, pues gobernar no tiene ninguna relación con la necesidad de la lisonja.
Ver el espectáculo circense de alabanzas hacia el presidente de Chile Sebastián Piñera y sus ministros, tras el exitoso rescate de los mineros chilenos, me hizo cerrar los ojos y envolverme en mi solitario caparazón. Llegué a la conclusión de que buena parte del mundo se está moviendo en torno al poder de la zalamería gratuita. Cada persona necesita una alabanza mentirosa para henchir su pecho y mirar al frente. Nadie se basta por sí mismo. Nadie quiere ver su propia miseria en un espejo muy limpio.
Los únicos que se merecían la recompensa de un fuerte abrazo eran los mismos familiares de los mineros, que ante el accionar indolente y descreído del gobierno durante los primeros días del derrumbe, decidieron tomarse la mina y empezar a cavar con sus propias palas y uñas. Sólo entonces el gobierno se vió obligado a actuar.
El mérito, además de los familiares, es de miles de personas que entregaron generosamente su tiempo, su conocimiento, su entusiasmo y su plena confianza de que se lograría el rescate. No es el mérito de un grupo de pelafustanes que se paró a última hora en una tarima para apropiarse de los aplausos y felicitaciones de la población mundial.