Un poquito de suerte han tenido los inmigrantes sin papeles. Una juez, como deben ser los jueces, echó a un lado un par de artículos de la Ley SB-1070 que permitía coger presos a personas que por apariencia parecieran mexicanos. ¿Y por qué digo mexicanos? Porque son los más. Porque no pueden ocultar el color de su piel, sus negros cabellos lacios, su tamaño, su idioma y su andar, de aquí para allá, buscando trabajo. Del Río Grande para abajo vienen todos, y los caribeños también. Buscando lo que no encuentran en sus países: trabajo, dinerito para mandar a su familia, tranquilidad, casa que alquilar, comida y si es posible, algún ahorro. Y para ello recogen frutas bajo un sol de penitencia, limpian la nieve con una temperatura bajo cero, arreglan techos, cuidan viejos, trabajan en dos o tres lugares, cobran menos, y son personas muy buenas.
De que hay delincuentes, los hay, como en todos los lugares y como cualquier persona. Pero de ahí a decir que todos son delincuentes, es una injusticia. Entiendo que entrar sin visa, trabajar sin autorización, no es legal, pero eso nada tiene que ver con asuntos de drogas o crímenes. Deportarlos es algo muy triste, más cuando se separa a la madre o al padre de sus hijos. O cuando se trata de personas que llevan años trabajando honestamente. ¿Por qué no dar papeles al que tiene esas condiciones? Obama prometió una reforma migratoria y no ha podido concretarla porque, además de tener en contra a los republicanos que son la mar de prepotentes, tiene dentro de su partido mucha gente que cree que el inmigrante es basura. Sin embargo, aquí hay una basura blanca que da asco.
Si se deporta a los millones sin papeles, se cae el país. Eso bien lo saben la gobernadora de Arizona y el Sheriff Arpaio (descendiente de inmigrantes) que, al apresarlos, les pone ropa interior rosada a los hombres, los aloja en el patio bajo un calor de 50° F y les da poca comida, sin sal y sin ningún otro condimento. Y hay que saber, que lo que están pasando los mexicanos en su país, es para salir corriendo. No es fácil cruzar el desierto de Arizona: un calor del diablo, lleno de cactus que lanzan sus espinas a varios metros de distancia, serpientes, incestos venenosos, sin una gota de agua, ni una sombrita, y pagarle a un coyote que lo engañe, lo deje a la mitad del camino, o viole a una mujer, es tremendo. La frontera es una trampa. No se sabe qué puede suceder. Hay civiles armados persiguiendo al que entra y disparan a matar si alguno se resiste o da media vuelta y sale corriendo.
Estuve en Nogales, al sur de Arizona, un Nogales que es mitad mexicano y mitad gringo, y saber que en ese momento miles cruzaban el desierto, me puso los pelos de punta. Lo que sí me gustaría es ver a los gringos, aplastados, recogiendo fresas, tomates, sandías, desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde, con un sol de 50° y ganando seis pesos la hora, con impuestos. ¡Ah, caray, con papeles o sin papeles, todos somos inmigrantes! Así estamos.
Denver, Colorado