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Lo que nace y muere a orillas de las vías en Ballesteros

Estación de trenes de la ciudad de Ballesteros, provincia de Córdoba en Argentina. Foto: gentileza de Iván Wielikosielec

Ayer mi pueblo cumplió los años. Ciento cincuenta y ocho. En realidad, Ballesteros no tiene acta de fundación, pero se considera como tal la inauguración de la estación. Ese fue el comienzo; el paso del tren. Y la primera vez que su nombre figuró en alguna parte.
Sin embargo ayer (también lo vi por las redes) murió el Hugo Bustamante, uno de los empleados con más antigüedad del ferrocarril cuando lo cerraron en el ´92. Y entonces me quedé pensando en cuántas cosas nacen y mueren a orillas de las vías…

El Hugo era compañero de mi padre. Y todavía lo recuerdo caminando por la plataforma con botas y sombrero. Yo habré tenido seis o siete años. Y también guardo la imagen de un nene de dos o tres comiendo pan con manteca al lado del gabín. “Ese nene es el Hernán, el hijo del Hugo”, me había dicho mi padre la tarde en que me enseñó los cambios de vía de la casilla.

Pero también me acuerdo de los otros empleados… Del Juancito y del “Trompo”, del Vicente y el “Coatí”… Aquellos muchachos eran, en cierta forma, mi familia también.
Pero en esos días, mi padre pidió el traslado a otro pueblo y ya no volvió. Y entonces yo empecé a pasar cada vez menos por la estación. Y cuando lo hacía, tenía un raro sentimiento de culpa y distancia apretándome el estómago. Sin darme cuenta, miraba al gabín pero mi padre ya nunca más estaría ahí adentro.

Luego, al cruzar las vías, el Hugo me saludaba de lejos, levantándome la mano como si yo nunca me hubiera ido y mi padre tampoco.

Desde aquel día del ´92 en que cerró el ferrocarril, la estación empezó a deteriorarse. Y ya no pararon más trenes de pasajeros ni hubo más auxiliares en la plataforma. Aquellos muchachos, con cuarenta o cincuenta años, se tuvieron que “reinventar” y cambiar de oficio. Algunos se hicieron plomeros como el “Trompo”; otros, empleados metalúrgicos como el Vicente. Mi viejo se puso un bar en su nuevo pueblo pero quebró, y al poco tiempo salió a cortar el pasto. Y el Hugo con el Hernán se pusieron una rotisería; una de las mejores, según dicen.

Lo cierto es que, poco tiempo después, casi nadie se acordaba que esos muchachos habían sido los últimos ferroviarios del pueblo; o que en ese viejo chalet abandonado con galería de tejas había nacido Ballesteros. Acaso porque ahora hay internet y autopistas o, sencillamente, porque hay demasiadas cosas que nacen y mueren… Como mis recuerdos, que se van apagando con la luz roja y azul de “las distancias”.

Una de las últimas tardes que mi padre estuvo en el pueblo, me llevó en la zorra a bomba hasta la señal que está frente al Pozanjón. Y subimos con un bidón de querosén a llenarla. Me acuerdo haber trepado con él por esa escalera estrecha como una antena de televisión. Mi padre la llenó de combustible y luego encendió un fósforo, que apenas si le brilló la cara. Y mientras él ajustaba la mecha, yo miraba el pueblo azul cobalto o rojo sangre, según lo enfocara a través de una u otra mitad. El azul envolvía las casas en una tristeza de invierno cruel, mientras que el rojo lo incendiaba en una sangre de carneada.

Hoy, esa señal ya no está, y sólo persiste la inútil carcasa de fierro como un mangrullo arrasado. Pero también sigue de pie el gabín con sus palancas despintadas y los escombros de tres décadas amontonándose en el piso.

La última vez que pasé por el gabín era invierno. Y aunque hacía mil años que ya no vivía en Ballesteros, volví a mirar hacia adentro. Ya había caído la tarde pero igual pude ver algo moviéndose… Era un cachorro guareciéndose del frío. Y unas cuadras más adelante, todavía me acuerdo, lo vi de lejos al Hugo. Me saludó con el brazo en alto como en los viejos tiempos, pero ya no iba con botas sino de zapatos y en moto, repartiendo los pedidos de la rotisería. Y así lo he vuelto a ver en esta tarde. No sé si me saludaba desde aquel viejo recuerdo o desde el nuevo país al cual había llegado hacía poco. Aquel reino de color rojo sangre o azul cobalto; como todo lo que nace y muere a orillas de una estación perdida.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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