ARIZONA- La muerte no huele a cempasúchil ni se pinta de calavera; no, no hay mariachi en la pérdida ni júbilo en el dolor. No, la muerte es muy cruel y apesta; es el principio de una ausencia que acalambra el corazón y entume los pensamientos. La muerte es -a veces- el principio del olvido. Por eso nos reímos y la burlamos, nos vestimos y le cantamos, porque hasta en el duelo hay ironía… y en la picardía hay consuelo.
Esto lo aprendí muy lejos de mi México.
Soy de un pueblo del norte donde todos lloramos en el mismo cementerio y coreamos con las bandas que honran siempre a los difuntos ajenos. No velamos ni ponemos altares, no cocinamos ni adornamos. Somos simples: unos claveles en las tumbas, una caña de azúcar en los labios y un rosario en las manos. Así pasamos cada 2 de noviembre: corriendo, comiendo y rezando, con todos los gerundios que conlleva el abismo que hemos ensanchado con el centro.
El desierto nos separa en México hasta con los muertos. Para los que crecimos cerca de la frontera, las veladoras se encienden en vida y se apagan tras los entierros; la tradición se acaba junto con el puño de tierra cubriendo el féretro.
Así nos criaron, lejanos.
Somos el Norte, el hijo sarcástico de la historia y el bastardo de la costumbre, somos la oveja negra que siempre renegó del rebaño, porque nos gustó siempre más la manada del otro lado… hasta que cruzamos.
Algo pasa en el extranjero que seduce a la nostalgia, uno deja de ser del Norte para ser de México.
De este lado del muro cerré la grieta con mi historia. A través de los ojos extranjeros comprendí la tradición mexicana milenaria de honrar a los que se fueron, a los que nos dolieron, a los que nos vaciaron los ojos y nos llenaron el corazón. En Estados Unidos probé por primera vez el pan de muertos y las calaveras de azúcar. Acá, donde hablan más inglés y escuchan reguetón, hice las paces con La Catrina y la dibujé en mi cara. Aquí, con el corazón exaltado de un patriotismo resucitado, escribí las primeras calaveritas. Bendita añoranza que me hizo volver a casa.
Hizo falta irme para entender que tenía el albur y la fe en la sangre, pero nunca los había sentido palpitar de emoción por una ausencia. Y luego, en el momento justo, comprendí el abrazo al infinito que representa un altar de muertos, ¡qué etéreo y qué eterno!, ¡qué bonito!
Esta es la primera vez que pongo la foto de mi padre y la de mi tata junto a unas veladoras y flores en mi casa. Les hablo, les cuento, me imagino lo que quisieran cenar y les explico a mis hijos que no lo sé todo de ellos, porque se nos fue muy rápido el tiempo.
Luego pongo dos imágenes más. Este año La Huesuda volvió y se llevó a otros dos muy cercanos a mi corazón. Y rezo por ellos. Los pienso y los acaricio en recuerdos. Me tardé mucho en hacerlo. Tuve un despertar lento, tal vez porque crecí siempre hablando y sintiendo la muerte y por eso me acostumbré a la ausencia, me resguardé en la vida y solté la idea de un esperado reencuentro en el más allá que se sentía tan menos aquí.
Después doy dos pasos atrás y lo veo.
No es la muerte la que huele a cempasúchil, sino los recuerdos; no es el duelo el que suena a mariachi, sino el cementerio; no es el rostro de La Parca el que pintamos, sino las facciones se dibujaron en aquellos que más queremos. Y eso lo aprendí bien lejos de México.
Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.