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México a lo lejos: las muertitas

México a lo lejos: las muertitas

El día veintitrés de febrero muere en el horizonte mientras un viento frío comienza a soplar; aquí este viento se va agitando despacio y llena los ojos de un polvo muy fino que te hace llorar. En el vecindario la gente se mueve de prisa tratando de regresar a sus casas lo más pronto posible, como ha sido lo normal aquí desde hace ya algunos años. Se escuchan ahora a lo lejos el ladrido de una jauría de perros famélicos, el sonido de los automóviles acelerando o los autobuses que braman cuando el semáforo cambia de pronto a verde; también hay un coro de fondo que parece fijarse en la atmósfera de esta ciudad: el ulular de sirenas y patrullas que van y vienen de la tierra al infierno.

En uno de los domicilios de este barrio típico de la frontera norte de México, tres niñas se divierten jugando como todas las niñas de su edad; ellas tienen doce, catorce y quince años. Se ríen y hablan, cantan, bailan y se fastidian un poco entre ellas también, todo con esa naturalidad con la que los hermanos se ponen a prueba durante las interminables horas del tedio vespertino. En la casa no hay nadie, pues aquí y en “estos tiempos” los niños tienen que acostumbrarse a vérselas solos con la vida. La madre trabajaba en una fábrica coreana, pero la recortaron y ahora cumple dos semanas de haber conseguido una nueva “chamba” como auxiliar de repostería en una de las panaderías del centro. Del padre no se sabe mucho, pues entra y sale de la escena sin que se sepa bien a bien a dónde va o de dónde viene.

Mientras esto sucede, en un lugar no muy lejano un grupo de hombres conducen una camioneta “minivan” con reporte de robo en Nuevo México. En el interior del vehículo nadie habla y el silencio sólo se interrumpe cuando una voz ininteligible sale desde un radio comunicador. Quien conduce el automóvil lo hace lentamente, como esperando que el reloj le indique –o quizás la voz que sale de pronto del aparato de radio- que ha llegado el momento de actuar. Entran ahora a una calle tranquila y cruzan frente a la casa de las niñas. Se detienen un momento y miran hacia el patio en donde aún no hay nadie, vacilan unos segundos y abandonan el lugar.

Esmeralda L., Karen y Briseida se cansan de la monotonía de la televisión y salen al patio para jugar con una soga de ixtle que utilizan para saltar; quieren enseñarle a Esmeralda L. a brincar muy rápido y se ríen una y otra vez de sus intentos fallidos por conseguirlo. La noche acaba de cerrarse por completo en este momento y el aire frío comienza a apretar. Las sirenas se han borrado tras el poderoso estruendo que produce un jet comercial al iniciar sus maniobras de descenso sobre Ciudad Juárez. Los hombres de la “minivan” han vuelto.

Abandonan el vehículo por una de las puertas corredizas del costado. Saltan a la acera sobre pasos apurados, aunque no revelan nerviosismo alguno; digámoslo mejor, parece que los mueve la precisión de un profesional que debe cumplir una misión más, una encomienda necesaria. Caminan pegados a la pared, uno detrás del otro, son dos y hay un tercero que aguarda con el motor encendido unos metros atrás, estacionado en doble fila. La puerta de hierro forjado está entornada y el rechinido que produce al ser abierta ocasiona que las tres niñas volteen al mismo tiempo para ver lo último que verán en esta tierra: un par de hombres alzando sus fusiles de asalto Kalashnikov modificados (7,62 x 39 mm). La ráfaga aniquila a las criaturas en un segundo; sin embargo, los sicarios se aseguran de hacer bien su trabajo y por eso uno de ellos se acerca hasta los cuerpos abatidos de los niños asesinados para destruirles el cráneo con una ráfaga a bocajarro. Salen caminando con sorprendente calma, se suben al vehículo y abandonan la escena del crimen.

A la ciudad no le importan ya sus muertos y por eso es que nuevamente se imponen los sonidos del trajín de carros y autobuses, de perros que ladran, de aviones y ambulancias todo el día; pasan largos minutos antes de que una vecina se acerque a curiosear después del tableteo de las balas y comience a dar unos alaridos desgarradores al tiempo que se tira fuertemente de los cabellos. Poco a poco los demás comienzan a acercarse también mientras las niñas ya duermen para siempre sobre una oscura nata de sangre.

***

En México el número de niños que han sido machacados por la violencia asciende rápidamente y da cuenta de una realidad monstruosa. Hasta el día 23 de febrero en nuestro país habían sido asesinados violentamente 52 criaturas este año. Desde el 2008 hasta la fecha en el estado de Chihuahua el número de víctimas infantiles por arma de fuego se ha incrementado seis veces, aunque sólo en Ciudad Juárez ese engrosamiento ha sido diez veces mayor durante el mismo período. Durante los últimos cuatro años 1000 niños han muerto como parte de la violencia desatada por los delincuentes y/o fuerzas federales.

Los documentos a los que he tenido acceso son espantosos y un estómago no preparado difícilmente resistiría enterarse de la truculencia que envuelve estos crímenes; pareciera que las garras de la violencia insisten en explorar por los caminos más viles e inhumanos siempre, pareciera también que quienes viven de la muerte de los demás se empecinan en demostrarnos cuán fecunda y perversa es su imaginación.

Lo peor que puede pasarnos es que decidamos cobardemente voltear para otro lado, como si con ello, como si al no mirar, se eliminara tan grave problema. Lo peor de todo es el olvido, que siempre se presenta como una tentación en quienes deben enfrentarse al horror de una realidad tan compleja como sin duda alguna es la que todos vivimos en esta encrucijada de nuestra historia. Creo que un punto irrenunciable debe ser el preservar la voz de quienes ya no pueden hablar –sobre todos los más pequeños-, la voz de todos aquellos a los que el futuro les ha sido arrebatado por la fuerza de las balas. Creo que los que de alguna u otra manera tenemos una tribuna y una mediana capacidad de expresión, debemos poner una y otra vez el dedo en la llaga, haciendo ver que esta situación no es normal ni debe ser tolerada bajo ninguna circunstancia.

El estado mexicano debe procurar justicia, debe impedir que los crímenes de inocentes permanezcan sin ser juzgados, pues la impunidad alienta la comisión del delito. ¿Qué sucede, entonces, cuando los malosos saben que pueden robar, golpear, torturar, violar, secuestrar, asesinar, sin que exista ninguna consecuencia? Lo que pasa en México en estos días es una demostración muy precisa del porqué una sociedad civilizada necesita de un sistema judicial independiente y fuerte. Así de simple, así de trágico y urgente es todo esto.

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Autor

  • Alex Ramirez-Arballo

    Álex Ramírez-Arballo. Profesor de cultura y literatura latinoamericanas en la Pennsylvania State University. Doctor y maestro en literaturas hispánicas por la University of Arizona. Poeta y escritor. En el mundo académico imparte cursos de lengua y literatura latinoamericana, así como un taller de composición para hablantes nativos durante las primaveras. A la fecha ha publicado cinco libros de poesía, uno de crónicas y un libro de ensayos: Las comuniones insólitas (ed. UNISON 1998); El vértigo de la canción dormida (Ed. UNAM 2000); Pantomimas (Ed. ISC 2001); Oros siempre lejanos (Ed. ISC 2008); Las sanciones del aura (Ed. ISC 2010); en crónica: Como si fuera verdad (Ed. ISC 2016). Su libro de ensayos se titula Buenos salvajes –seis poetas sonorenses en su poesía (Ed. ISC 2019). Ha sido ganador de premios de poesía a nivel local (Sonora) Libro Sonorense (2000, 2010, 2015 y 2017) y nacional, como el premio Clemencia Isaura (1999), los Juegos Trigales del Valle del Yaqui (2001), mención honorifica en el premio Efraín Huerta de poesía (2001), así como los premios binacionales Antonio G. Rivero (1998) y Anita Pompa de Trujillo (2006). Ha sido articulista de El Imparcial (Hermosillo), La Opinión (Los Ángeles) y actualmente es escritor en la revista iberoamericana Letras Libres. Sobre su obra poética, el Diccionario de escritores mexicanos dice: “La poesía de Álex Ramírez-Arballo se proyecta como una exploración dentro de los territorios del pasado, la oscuridad y la ausencia. Esta sensación de vacío surge porque los elementos verbalizados son definidos no por lo que son, sino por lo que un día fueron: la infancia, el amor, el lenguaje, etcétera. En sus poemas proliferan las imágenes relativas al fenómeno de la mirada, la enunciación poética, el inconsciente y los procesos del sueño”.

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