El parto de una nación es un proceso doloroso. Sangre indígena, mestiza y criolla se filtró tierra abajo al subsuelo que hoy sostiene a México. Esa sangre emerge dos centurias después para recordarnos que algo no está bien, que hay que corregir el rumbo. El país no maduró su independencia ni los procesos que le siguieron. La opresión, las desigualdades, rezagos y contradicciones sociales trascendieron a la consumación de su gesta, a la época de la Revolución, y persisten hasta hoy.
Son doscientos años de una gloria que sólo lo ha sido en libros de texto y en la mercadotecnia política.
El Grito de Dolores como el génesis de la guerra de Independencia de México y el repicar de la Campana de Dolores como llamado a la sublevación contra el virreinato de la Nueva España la noche del 15 de septiembre de 1810, son sucesos plasmados en la iconografía histórica del país e indiscutiblemente, tienen un valor intrínseco. No hay duda que las agallas y el carácter del cura Miguel Hidalgo y Costilla y de los personajes que participaron en ese proceso histórico es de reconocerse. Nos dieron Patria.
Pero la vida independiente de México se caracterizó por la inestabilidad política y por un desgarramiento sociocultural que incluyó la cesión de la mitad del territorio mexicano a Estados Unidos (Tratado de Guadalupe Hidalgo, 1848), y que fue seguida entrado el nuevo siglo por la continua migración de campesinos que huían de los destrozos de la Revolución Mexicana (1910).
Y es que la vida de México y los mexicanos ha sido un largo drama plagado de aciertos y errores, donde el pueblo siempre ha pagado la factura más alta.
Con el surgimiento del PNR luego de la insurrección revolucionaria (1929), se dio un gobierno hegemónico que se prolongó en el poder por más de 70 años, separándose eventualmente de — y desvirtuando — los principios doctrinarios que le dieron origen. Pero la alternancia en el poder también llegó a un costo de sangre y balas. El voto que se llamó del ‘miedo’ después del magnicidio del candidato priista Luis Donaldo Colosio en 1994, dio un sexenio más al PRI, para luego permitir mediante el hartazgo por la corrupción desmedida, el voto de ‘castigo’ que finalmente permitió el paso del PAN a Los Pinos.
Entre acusaciones de fraude, de ineptitud e infamia gubernamental que se prolongaron como legado luego de interminables sexenios priistas, Acción Nacional hoy se perfila con Felipe Calderón hacia la culminación del segundo mandato bajo su tutela, acosados –partido y presidente– por el clamor de millones de mexicanos que añoran el México que nunca vieron llegar; aunque hoy de plano se conformarían con el que fue y sólo vive en sus recuerdos.
Y es que el México actual es uno que subsiste entre complicidades de funcionarios, prestanombres, extorsiones, amenazas, tiroteos, capturas pactadas, operativos violentos, actrices y modelos mezcladas con narcotraficantes o comprometidas con políticos cuestionables; un mundo en que las amenazas criminales se publicitan en Facebook y el Presidente informa la persecución de un capo con nombre de muñeca, por Twitter.
Es un país donde algunos presos pueden salir por la noche a trabajar como sicarios y regresar al penal por la puerta grande, donde custodios facilitan la fuga de 89 reos y a fin de cuentas “no pasa nada”; donde viajar por carretera con la familia implica el riesgo de no regresar si uno queda entre el fuego cruzado de los buenos y los malos, aunque el bando de los buenos (el ejército) puede confundirlo a uno con los malos y simplemente masacrarlo.
Un país donde los más buscados son amigos de políticos consolidados y de novatos también, de ejecutivos, de cantantes, de actores y de actrices; ah, y de futbolistas igualmente. Una nación en la que esas élites departen en festejos privados donde ‘rola’ la droga. La que quieran.
Ah, pero que esa droga circule con tal facilidad tiene un costo que se mide en vidas. En este 2010 y luego de una guerra de cuatro años que ha arrojado más de 28.000 muertos, la sangre brota a borbotones.
Pero, ¿es éste el mismo México de Orozco, Rivera y Siqueiros? ¿El de Kahlo? ¿El de Rulfo, Paz y Fuentes? ¿El de Carlos Monsiváis, Armando Jiménez y Gabriel Vargas? ¿El de Guillermo González Camarena? ¿El de Alfonso García Robles? ¿El de Mario Molina? Eso se preguntan los mexicanos.
¿Es el mismo México que hincha el pecho al describir las aguas transparentes y color turquesa del mar de Cancún? ¿El glamour del Cerro de la Silla? ¿La majestuosidad del Ángel de la Independencia en la Avenida Reforma de la capital? ¿Las imponentes pirámides de Teotihuacán y Chichén Itzá? ¿El que se enorgullece de sus ricos textiles, de su alfarería, su platería y su oro? ¿De su mariachi, su marimba, su tambora, su mezcal y su tequila?
Sí. Sí que lo es. Aparece inverosímil. Tristemente, es el mismo México. El ambivalente. El que todo lo aguanta y todo lo puede. El que se dobla pero no se quiebra. El que pese a todo quiere celebrar sus doscientos años.
La idea de las festividades fue ‘vendida’ como un intento de revivir los valores e ideales que dieron forma a nuestra nación, pero la estrategia oficial para presentar una visión épica de los avances históricos del país contrastan con una voluntad popular sometida.
Ciudad Juárez, que se ha clasificado como la ciudad más peligrosa del mundo, tuvo que cancelar sus celebraciones bicentenarias por obvias razones. Le siguieron el ejemplo otra docena de municipios a lo ancho del país donde hay ‘focos rojos’ por la violencia.
El gasto de 2.900 millones de pesos (unos 230 millones de dólares) que el gobierno federal asignó para los festejos del Bicentenario, se antoja excesivo e inútil frente a las múltiples necesidades en aéreas de inversión prioritaria. Pero lo que la opinión pública diga da lo mismo. Pues como cada año, el presidente dio El Grito desde el balcón de Palacio Nacional ante los fieles concurrentes que no pierden la esperanza. Se calcula que unos 60.000 mexicanos se reunieron en el Zócalo y millones siguieron las transmisiones de los festejos vía señal televisada e internet la noche del 15. La fiesta salió muy bonita. El desfile militar del 16 también. No dejó de emocionarnos. Qué le vamos a hacer.
Es que el amor y el orgullo por México nada tienen que ver con su gobierno de coyuntura. La burocracia y su politiquería son motivo de vergüenza y de reproche. México y los mexicanos son mucho más grandes que eso. El amor y el orgullo por México está en su gente, en el trabajo de sus manos, en la pasión de su corazón y en la mirada inocente y esperanzada de sus hijos.
Y si es cierto como lo afirman analistas, que la guerra contra las drogas ha ensombrecido algunos de los avances rescatables como lo son los signos de crecimiento económico del país que incluyen el crecimiento de cerca del 6 por ciento del Producto Interno Bruto durante la primera mitad del año, pues no es para menos.
En un México en que el 49% de sus habitantes está sumido en la pobreza, en un entorno de peligro y de abusos, encontrar elementos que los unifiquen como pueblo, como nación, recurriendo precisamente a la historia y a sus símbolos es un reto enorme. Todos quisieran poder finalmente encontrar esos héroes tan necesarios como imaginarios, esos que nos devolverán la Patria y nos ganarán la libertad verdadera.
En poco más de mes y medio México celebrará el Centenario de su Revolución. Habrá más juegos pirotécnicos, más luces y más muertos. Y por eso el doblar de las campanas hoy, debe ser un llamado a otras luchas, a otro tipo de sublevación. Una que nos una en un fin común, una ideológica, una pacífica. Porque la Guerra de Independencia fue el principio de la historia, y no el fin.
¡Que Viva México y que México Viva!