Se ha hablado en la historia de quemar libros, pero ¿de música? sabíamos menos. Aprendimos que ciertas escalas musicales estaban proscritas en la vida pública oficial de la Grecia Antigua, quedando su uso relegado a la baja estofa.
¡La música a la hoguera!
La música y la religión han convivido siempre, cada una en su propio espacio. Por eso sorprende sobremanera asistir a su anulación total por decreto. La quema pública de instrumentos musicales en Afganistán, como nos informa la agencia de noticias estatal Bakhtar, tiene en nuestra memoria el solo precedente de la de ISIS en Libia en 2015.
Para los que han dado ese paso debe haber alguna justificación, por demencial que parezca.
¿Por qué acallar la música de un pueblo? Una explicación sencilla sería que hoy vivimos bajo el asedio permanente de compañías cuyo único objetivo es enriquecerse. Incluso en territorios ajenos a la cultura de donde naturalmente proceden.
Con la música como Caballo de Troya –queriendo o sin querer– se vienen a colar simultáneamente toda una serie de distorsiones que le aturden al más avisado.
La Inquisición española ya intentó crear una ortodoxia de pureza similar a la de Afganistán. Y fracasó. Para fijarlo en el tiempo, el Santo Oficio se fundó en 1478. No existía todavía “América” como la conocemos.
El abuso cultural, llamémosle invasión descarada, no está tipificado en ninguna legislación. Se considera libertad de mercado.
De acuerdo con los eruditos religiosos del Islam, la música que se debe vetar es la que desvía al musulmán de los mandamientos de la sharía o ley islámica. Los gobernantes de Afganistán, sin pensárselo dos veces, han decidido cortar por lo sano y concluyeron que “muerto el perro se acabó la rabia”. Aziz al Rahman al Muhajir, el encargado de la Promoción de la virtud y prevención del vicio en la provincia de Herat, dice que la música conlleva la corrupción moral e introduce tentaciones en los jóvenes.
La quema de los instrumentos se considera parte de una forma de vida muy estricta, que el (o la) que la elija debe tener la libertad de practicarla, pero generalizarlo es muy cuestionable pues obliga a imponerlo por la fuerza.
La creencia de que toda palabra que se oiga en una canción vaya a pasar automáticamente a la colectividad es, por lo demás, muy simplista. La prohibición de la música de reggaetón en fiestas que disfrutaban grupos de feministas lo demuestra palmariamente.
De este lado de la tortilla
La música parece moverse con completa libertad en occidente. Es parte de la expresión libre a la que aspiramos los seres humanos.
Por ello, la prohibición aprobada en Afganistán nos resulta chocante. Contrario a lo que se presupone, encontramos situaciones límite que hacen dudar de nuestras propias libertades.
Si en una fiesta de mariachis se pone música de reggaetón no faltará quien quiera impedirlo a toda costa. Igual ocurriría si en un pow wow se quisiera interpretar a Juan Sebastián Bach. El estilo y la tradición serán siempre fuentes de tensión.
Tampoco vale cualquier música en cualquier lugar, porque en horas tardías, o por la coincidencia de vivir en la proximidad de un evento musical demasiado ruidoso, encontraremos vecinos que reivindicarán su derecho a no oír algo indeseado.
Tenemos vetos a determinados músicos por su comportamiento contrario a las reglas sociales dominantes. Si una sociedad está sensibilizada con el acoso sexual, tenderá a ser precavida con la contratación de músicos que hayan sido señalados o condenados por esta causa. Sería el caso del tenor Plácido Domingo, acusado en 2019 de conducta sexual inapropiada por varias cantantes. Es tema delicado que afecta al prestigio de los implicados y a su vida laboral, y que nos deja el dilema de tener que decidir si la música puede empeorar o cambiar de calidad en función de la conducta o talante moral del ejecutante.
Cada vez que hay una innovación revolucionaria se genera inseguridad. El 3 de junio de 1956, las autoridades de Santa Cruz anunciaron la prohibición total del rock and roll en las reuniones públicas. Se consideraba perjudicial para la salud y la moral de la juventud y la comunidad.
El concierto del grupo de Los Ángeles Chuck Higgings and His Mellotones, que publicaran el éxito “Pachuko Hop” (‘Fiesta pachuca’), fue interrumpido por la policía, que escribió en el reporte policial: Había un grupo de 200 adolescentes ejecutando contorsiones insinuantes, obscenas y provocadoras al son de una banda compuesta de músicos “todos negros” (History.com Editors, 2023).
Su posterior sencillo “Wetback Hop” fue muy polémico por el uso de un término despectivo para los mexicanos. Habría que aclarar, que Higgings, en principio, solo pretendía que el nuevo tema fuera continuación del éxito anterior “Pachuko Hop”, que remite a los zoot suiters mexicanos de los años 40.
Hay casos en que se percibe la música como amenaza a la convivencia. Vemos el caso del género musical drill, incluidas sus formas #Mexadrill y #Spanishdrill. El drill es una corriente del rap nacida en los barrios pobres del sur de Chicago muy en boga hoy en todo el mundo. Este género, en sus manifestaciones extremas, se caracteriza por incitar explícitamente a la violencia. Solo en 2020, Youtube retiró 319 videos de esta tendencia musical.
El Artículo 10 de la Convención europea de derechos humanos, que se aplica a expresiones políticas y artísticas, concluye que la prohibición de publicar su obra musical a los artistas de drill cae bajo estos presupuestos. A diferencia del hip hop, que favorece la ostentación, los aviones privados, la champaña en el desayuno, y un espíritu orgiástico, sus temáticas se centran en la marginación y la violencia policial.
Theresa May, en su día, aplicó la ley antiterrorista contra varios de estos músicos en el Reino Unido. En el 2022, a varios músicos de drill se les impidió participar en el Rolling Loud Festival de Nueva York. Para justificarlo, las autoridades alegaron que era por la violencia que podría desatarse.
Estos ejemplos, y muchos más que se podrían añadir, invitan a reflexionar sobre nuestra libertad creadora. Baste con lo dicho, sin embargo, para constatar que prohibiciones no faltan en nuestro entorno. ¿Pero en qué medida se distingue la situación de Afganistán de la nuestra?
En ambos mundos, la sociedad se defiende, y desarrolla regularizaciones para proteger al conjunto de la población. Dejando al margen los casos de vetos que afectan a la vida poco ejemplar del músico o conflictos puntuales entre géneros (o estilos) musicales, la gran diferencia entre los dos modelos contrastados la hallamos en que unos pueden escoger el tipo de música que hacen, o decidir entre hacer música o no hacerla; en el caso talibán, en cambio, se excluye el solo pensar en escoger hacerlo.
Es una prohibición absoluta. Ni siquiera se puede usar la música para reivindicar una posición contraria a prohibirla. Eso duele.
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