Napoleón Bonaparte fue un militar revolucionario en todo sentido. Dio vuelta la doctrina de la guerra y realizó hazañas increíblemente extraordinarias con sus ideas geniales.
Jamás fue catalogado como un oficial arrogante o vanidoso, como el resto de los Jefes del Ejército, que eran aristócratas. Era un tipo con muchísima autoexigencia y estaba obsesionado por la exactitud matemática en todos sus actos. Con ese amor a los detalles entrenó a su ejército.
Y sus hombres lo siguieron porque lo amaban porque le tenían confianza ciega. Demostró un dominio de concentración y esmero en sus estrategias y tácticas. Le otorgaban ese misticismo ~casi mágico~ entre sus subordinados.
El estratega necesitaba conocer cada parte de los movimientos a realizar. Según la historia, creaba en su mente las infinitas posibilidades de sus movimientos. Sus resultados fueron imponentes: dirigió al ejército francés en más de cien batallas. De ellas perdió sólo tres.
El Ejército Imperial
La Grande Armée, conocida también como Ejército Imperial Francés, es el término militar que se adoptó en Francia para designar su fuerza principal en las campañas militares.
En la práctica, el nombre se aplica en concreto al ejército napoleónico, que no sólo era francés, sino más bien ejército multinacional congregado por el emperador de Francia en sus campañas de inicios del siglo XIX: las Guerras Napoleónicas.
Los soldados de otros países tenían tanta admiración por este cuerpo de élite que ganaba todas las batallas, que tenía muchas menos bajas, que estaba bien alimentado, bien vestido, mejor pago y excelentemente armado, que muchas veces las oficinas de reclutamiento de toda Europa no daban abasto para absorber tantos candidatos.
En otro sentido, el secreto del éxito de ese ejército único fue el entrenamiento.
Para cualquier líder, el conocimiento a fondo de sus movimientos y estrategias es necesario. La preparación constante en su ámbito asegurará precisión en sus actos y minimizará sus errores. Jamás Napoleón se ataba a un plan de acción férreo e inflexible, sino todo lo contrario.
Era tan inteligente que tenía en su cabeza “mil jugadas magistrales de ajedrez” como para alterar los planes iniciales según las exigencias de las circunstancias.
Descentralizó las órdenes como para que todo su ejército esté consciente de los planes de batalla, de modo tal que si moría un general, el coronel sabía qué debía continuar haciendo, al igual que el mayor, los capitanes o los alféreces.
Por eso decía que todo soldado raso tiene la posibilidad de asumir, en el momento dado, según la circunstancia, el papel de Comandante en la batalla. “Todo Soldado lleva en su mochila el bastón de Mariscal”, solía decir.
Igualdad para todos
En la Grande Armeé había desde el inicio igualdad de oportunidades para todos sus reclutas, que tenían la posibilidad cierta de ascender rápidamente en su carrera militar si demostraba tener condiciones para ello.
Así las cosas, entre 1802 y 1815 Napoleón designó a 26 mariscales. De ellos, 11 habían sido suboficiales del ejército borbónico, siete no tenían experiencia militar antes de la Revolución y sólo ocho habían sido oficiales de los cuales sólo uno, Kellerman, lo había sido de alto rango.
En la campaña de Waterloo, el mariscal Soult, jefe de Estado Mayor de Napoleón, había sido sargento durante la Revolución mientras que el mariscal Ney, que el 16 de junio mandaba el ala izquierda en la batalla de Quatre Bras y en quien Napoleón había delegado en gran medida el mando táctico en Waterloo, había sido sargento mayor.
Sargentos y capitanes eran esenciales pero no intercambiables: la forma en que se seleccionan, su formación, su mentalidad son totalmente diferentes.
Para ponerlo en términos simples, el Comandante en Jefe diseña la estrategia, los Oficiales deciden la táctica y los Suboficiales la ponen en práctica. Si uno trata de hacer el trabajo del otro, con frecuencia los resultados son desastrosos. Contar con líderes objetivos y unidos (nunca rivales) significa no sólo ganar una batalla, sino un éxito para las compañías, comandadas por Capitanes. Y los Capitanes eran la espina dorsal del Ejército.
La mejor forma de lograr este principio fue capacitar a sus colaboradores y unificar la cultura en las organizaciones. Con esto logró consolidar la identidad de un ejército que de francés tenía solo el nombre, ya que estaba formado por voluntarios europeos, que adoraban a su líder y le prodigaban fidelidad.
“Cada uno de los movimientos de todos los individuos se realizan por tres únicas razones: por honor, por dinero o por amor”, aseguraba Bonaparte cuando hablaba de las acciones de su personal. Pero a él sus hombres lo amaban por la conjunción de los tres motivos, y eso los hacía más eficaces.
Antes que impartir órdenes a sus hombres, se preocupaba por conocer a la mayor perfección posible a cada uno de ellos, y a estudiar la psicología del soldado raso a partir de su procedencia, sentándose a comer con los soldados más humildes.
No tenía un “rancho especial”, sino que compartía tanto la escasez como la abundancia de la misma comida. Y hasta memorizaba los nombres de sus subordinados, sus cumpleaños, y ~cuando era posible también~ conocía a su familia.
Responsable de la fuerza moral
Supo de la necesidad de tener un objetivo claro de dónde llegar, cómo hacerlo y bajo qué principios es necesario para crear empresas fortalecidas y con mayores oportunidades de éxito cuidando de triunfar en la consecución del éxito militar con la menor cantidad de bajas posible.
Los líderes debían inculcar a sus equipos de combate de la fuerza moral necesaria para continuar en su misión día a día… ¿cómo? Mediante la motivación, hablando con ellos sobre sus triunfos y derrotas e incentivándolos con compensaciones y beneficios.
Napoleón enseñó a su ejército la necesidad de la velocidad. Fue novedoso al traer bandas militares a sus filas, e impuso otro paso de marcha más rápido que en los ejércitos de su época. La banda tocaba aires ágiles y rápidos y eso imponía el ritmo del avance de las huestes de Napoleón.
El gran Corso ejerció gran influencia en la conducción militar del siglo XIX por sus novedosas técnicas de desplazamiento y maniobra que posibilitaron dar a las columnas de ataque sencillez, agilidad y fuerza para marchar rápidamente y trastornar al enemigo con la bayoneta.
Esencialmente Napoleón pautó los movimientos de su infantería un ritmo de 75 pasos por minuto. Al girar o desplegarse a partir de la columna aumenta a 120 pasos por minuto. Para la adopción de estos conceptos en la instrucción del ejército siempre utilizó toques de llamada y tambores (como elementos de comunicación). Como resultado obtuvo una infantería disciplinada y diestra en el manejo de las armas del fuego y de las evoluciones al compás de la banda.
Precisamente para establecer la regularidad del paso militar y calcular el espacio de terreno a recorrer por la propia tropa en un tiempo determinado, se necesitó de músicos de ejército. Ellos aportaron -con sus composiciones marciales- un repertorio de velocidades.
Cada día, 60 kilómetros
Las tropas napoleónicas recorrían diariamente 60 kilómetros marchando, mientras que los demás ejércitos europeos necesitaban el doble de tiempo para hacer la misma distancia.
Como Napoleón estaba obsesionado por la velocidad- procuró la necesidad de no cargar con demasiados equipos y provisiones, inventando un nuevo concepto en logística militar: esto es las provisiones de boca y de abrigo, haciendo llegar a tiempo la comida y el máximo confort posible en tiempo y oportunidad para sus hombres. Introdujo el concepto de “guerra total”.
Menos muertos en cada batalla
Antes de Napoleón las batallas dejaban un abrumador balance de muertos. No sólo debidas al mortífero armamento de la época, sino también a la tardanza con que se atendía a los heridos, quienes debían esperar que finalizara la lucha para que los recogieran, y eso sólo si habían ganado los suyos; en caso contrario, podían ser desvalijados y rematados por el enemigo o abandonados a una cruel agonía.
En plena Revolución francesa, un joven y valiente médico francés llamado Dominique Jean Larrey (1766-1842) ideó un sistema para reducir esos tiempos de espera. Larrey fue formado en medicina y especializado en cirugía. En 1792 Larrey se unió al ejército revolucionario que combatía en la frontera alemana. Allí se percató de la mala organización de los servicios de salud en el frente.
Por ello imaginó un sistema de carros tirados por caballos que llevaran con prontitud al paciente al hospital de campaña para operarlo en las siguientes 24 horas.
Las «ambulancias volantes» de Larrey imitaban el funcionamiento de la artillería volante a caballo. Esta acompañaba en los ataques a las tropas de vanguardia. Eran pensadas para aliviar todo lo posible el traslado del soldado al hospital de campaña. Consistían en una caja de madera abovedada, con paneles laterales forrados, dos ventanucos a ambos lados y puertas de doble batiente delanteras y traseras. En su interior, cuatro rodillos permitían deslizar sin problemas la base. Encima de esta iba un colchón forrado de cuero.
A sus órdenes, Larrey creó en 1797 una unidad de ambulancias y una escuela de cirugía en Milán. Asimismo puso en práctica el sistema de triage, ideado por el médico Pierre-François Percy, por el que los soldados eran clasificados según la gravedad de sus heridas –y no según el grado o posición que tenían en el ejército– para atenderlos con mayor o menor rapidez.
Había etapas ordenadas y disciplinadas de diagnóstico y primeros auxilios, hasta el puesto principal de socorros, en retaguardia, donde los médicos operaban con ahínco. Ahora los heridos sabían que tenían una gran posibilidad de ser curados por lo que temían menos a la posibilidad de morir y se convirtieron ~por ese respaldo~ en una fuerza temeraria.
En 1798, Larrey se embarcó con Bonaparte en la expedición a Egipto. Allí organizó tres unidades. Cada una contaba con 16 ambulancias volantes tiradas por mulos o camellos. Además, 15 cirujanos y decenas de auxiliares. Tras verlas en acción, el general corso felicitó a Larrey.
“Vuestra obra es una de las más hermosas concepciones de nuestro siglo; ella sola servirá a vuestra reputación”.
En la batalla de Aboukir de 1799, muchos de los 800 heridos franceses, incluidos 40 amputados, lograron recuperarse gracias al rápido servicio prestado por las ambulancias y los cirujanos. Por falta de carros y problemas administrativos el sistema se limitó al principio a algunas unidades de élite. Sólo progresivamente se extendió a todos los estamentos del Gran Ejército.
La guerra no se detiene
A partir de Napoleón los ejércitos no detenían la guerra para pasar “a cuarteles de invierno” cuando llegaban los primeros fríos. Una campaña no se detenía nunca, ni tampoco la velocidad del avance de su armada.
Para eso llevaba todo lo necesario para no tener que volver a la situación inicial. Incluyendo médicos militares, hospitales de campaña, ambulancias y talleres rodantes para reparar o confeccionar uniformes.
La Logística proviene de la raíz griega Logis, que significa «cálculo», término con el que se identificaba en épocas de la Antigua Roma al administrador o Intendente de los ejércitos del Imperio.
También se cree que procede del vocablo loger, de origen francés, cuyo significado es «habitar o alojar».
Con Napoleón aparece la referencia al «Mayor General des Logis», miembro de un Estado Mayor, encargado del acomodamiento o acantonamiento de las tropas en las diferentes campañas. Esto significa que cuando el ejército llegaba a algún punto de descanso, ya estaban las carpas preparadas, la comida caliente, las vituallas y el aprovisionamiento llegaba puntualmente con ellos, así como los elementos de arsenales, la munición y las armas.
Napoleón hacía coincidir con una admirable precisión y en el punto decisivo de la zona de operaciones, cuerpos que partieron de puntos los más divergentes y aseguró de este modo el éxito de la campaña.
Cuando hay un hombre excepcional como el emperador francés al frente de los ejércitos, era capaz de concebir brillantes planes estratégicos y de ocuparse a la vez en la forma de ejecutarlos, asumiendo, a la par que las funciones más elevadas del mando, combinando de manera perfecta las marchas de las tropas, que partían de puntos muy apartados y divergentes, para hacerlos coincidir con precisión admirable en el lugar decisivo de la zona de operaciones, asegurando de esta suerte el éxito de la campaña.
La ciencia al servicio de la guerra
A partir de Napoleón nos preguntamos ¿Ha sido la guerra un motivo preponderante del desarrollo de la humanidad? o ~mejor aún~ ¿la ciencia ha desarrollado tecnologías que se han puesto al servicio de la guerra?
Estas inquietudes merecen un estudio bastante minucioso, puesto que ahí nace la determinación de los motivos que impulsaron al hombre a crear elementos que perduraron luego de la guerra; y que, de hecho, ha sido una necesidad. En todo caso, todas las invenciones de la guerra forman parte de la logística, bien para su servicio o bien para ser servidas, puesto que es esta “la ciencia y el arte la que provee los recursos para la guerra”.
Con la complejidad de la tecnología de cada era, las campañas militares han requerido de un apoyo material cada vez más complejo. La era de la industrialización trajo consigo la producción en masa y la industria en cadena; el volumen de los ejércitos era cada vez mayor, y ello obligó a la producción de más cantidad de armamento, más transporte, más munición, más consumo; el ritmo de las operaciones aumentó en masa, velocidad y potencia.
«La logística deja de ser doméstica y se transforma en científica», decía Napoleón, que -para hacer la guerra y ganarla- … e hizo inventar los alimentos en conserva.
Valga esta anécdota para comprender la intensidad del cuadro de situación:
Desde hacía miles de años, los hombres se enfrentaban con la necesidad de conservar los alimentos. Pero nunca tan dramáticamente como en condiciones tan extremas como la guerra. El problema era que, como generalmente los alimentos se descomponen con rapidez, había que “inventar” un método para preservarlos por largos períodos de tiempo y evitar que los ejércitos pasaran hambre durante los largos meses de invierno.
Entonces, en principio, se introdujo la costumbre de secarlos, salarlos y ahumarlos.
En 1795, Francia estaba en guerra y en consecuencia, sus militares y la población civil sufrían de un racionamiento de alimentos. Los soldados ganaban batallas en Europa, pero en las trincheras eran diezmados por el escorbuto y otras enfermedades, ya que sus dietas consistían principalmente de carne asada y pan, alimentos que no podían mantenerse frescos durante los movimientos militares.
Francia comprendió que, para solucionar este grave problema, era indispensable la conservación de alimentos en buen estado por mayor tiempo. Así, surgió la idea de ofrecer un premio de 12,000 francos al ciudadano que desarrollara un método que tuviera éxito en la preservación de los alimentos para transportarlo durante las campañas.
Alimento en lata
El mismo Napoleón decía que un ejército viaja en su estómago; él había aprendido a través de las duras experiencias que tuvo: escorbuto y hambre habían desactivado más soldados que el combate mismo.
En 1810 Nicolás Appert ganó el premio y el mismo Emperador Napoleón Bonaparte le entregó los 12,000 francos bien ganados; posteriormente hace publicar el libro: “El arte de conservar durante varios años todas las sustancias animales y vegetales”. Y nacieron los alimentos en conserva, como los que todavía compramos en los almacenes de nuestro barrio.
El ejército francés empezó a experimentar con el suministro de comida en conservas para sus soldados, sin embargo el lento proceso de envasado del alimento y el incluso más lento desarrollo de los medios de transporte evitaron que se enviasen grandes cantidades a las tropas francesas; terminó la guerra antes de que el proceso pudiera ser perfeccionado.
Ciertamente se llevaron grandes cantidades de cebollas y ajos, los cuales, mas que alimentar, servían para combatir el “soroche” o mal de las alturas, sobre todo en el avance por terrenos montañosos. Napoleón mismo analizó varias recetas que se consumían habitualmente, en base a carne cortada en lonjas y secada al sol, tostada, y luego picada, que puede conservarse por largo tiempo.
Así, cada hombre del Ejército fue provisto de una ración de ese alimento (que se liofilizaba al hervirlo), para ser llevada en su mochila.
«…A cada soldado se le entregó una ración de campaña individual para ser llevada en su mochila y compuesta de una pasta de carne secada y molida, aliñada con grasa y ají, a la cual sólo bastaba con agregar agua caliente y harina de tostada…»
Volviendo al combate, la elección del punto decisivo fue una hábil maniobra estratégica y el cálculo de los movimientos una operación logística emanada de su gabinete, siendo el emperador mismo jefe de su Estado Mayor, como escribió con admiración su antiguo rival prusiano, Klaus von Clausewitz, que fuera ayudante del Mariscal Blücher:
“Teniendo un compás en la mano, abierto con un equivalente a siete u ocho leguas de la escala se ponía en el mapa, apoyado o recostado y marcando las posiciones de sus cuerpos de ejército y las que presumía que ocupaba el enemigo, con alfileres de diversos colores, Napoleón disponía los movimientos con una seguridad que es difícil concebir, contando las jornadas con la abertura constante de su compás, juzgaba en un instante los días necesarios a cada masa de tropas para llegar al punto determinado el día preciso y marcando estas nuevas posiciones con alfileres y combinando las jornadas correspondientes a cada una de las diferentes columnas con el momento posible para emprender su marcha, dictaba aquellas instrucciones que bastarían por sí solas para hacerlo memorable.”
Con el compás en la mano
Así fue como viniendo Ney de las orillas del lago de Constanza , Lannes de la Alta, Sault y Davovit de Baviera y el Palatinado, Bernard y Augereau de Franconia y la Guardia Imperial de París, se hallaron sobre tres caminos paralelos a la misma altura, cuando nadie ni el ejército ni en Alemania comprendían cosa alguna de sus movimientos, al parecer tan complicados.
Cuando Blücher, mariscal prusiano en 1815, estaba pacíficamente acantonado entre los ríos Sambre y Rin, mientras Wellington estaba muy ocupado en dar y recibir fiestas en Bruselas, aguardando tanto uno como otro el momento de invadir Francia, Napoleón, a quien creían que estaba en la capital francesa ocupado en ceremonias políticas, caía como un rayo con su Guardia Real, apenas reorganizada, sobre Charleroi y los cuarteles de Blücher, coincidiendo con una rara puntualidad las columnas convergentes de todas las direcciones el 14 de junio de 1815 en los llanos de Beaumont a las orillas del Sambre.
La ejecución de esta obra maestra de logística se debió a la combinación de dos operaciones napoleónicas, fundadas en un buen cálculo estratégico.
El Barón de Jomini, general suizo ~el primer especialista en suministros entrenado por Napoleón~ escribió que en principio del Comandante debe procurar el bienestar de sus tropas para obtener de ellas la mejor disposición para el combate. Asimismo, dice el adagio popular: «Mejor un soldado bien comido, que dos a medio comer».
No por azar del destino el mismo Napoleón perdió su campaña de Rusia, donde a pesar de contar con suficientes recursos para el aprovisionamiento de sus tropas, no tuvo los suficientes medios logísticos para hacérselos llegar. Los abastecimientos se quedaron almacenados en Königsberg y Napoleón no conquistó Rusia.
Enseñó que un ejército se abastece principalmente a costa del territorio en que opera; el ejército siempre ha de ser considerado juntamente con su base, formando un todo. Las líneas de comunicación son parte de este todo; constituyen la unión entre el ejército y su base.
Napoleón era un hombre de virtudes insospechadas y ~como se dijo~ conocía en profundidad al individuo y sus miedos. Por eso ayudó a su tropa a superarlos tomando siempre la iniciativa. Por eso jamás castigó al vencido, para reducir la resistencia, incrementar la urgencia y concentrarse. Incorporaba permanentemente a los rendidos a sus propias filas a lo largo de los escenarios de sus victorias.
Siempre la iniciativa
Nótese que ~originalmente~ la Grande Armée consistía en seis cuerpos bajo el mando de los mariscales de Napoleón. A medida que Napoleón conquistaba más y más territorios del continente, el ejército aumentaba de tamaño, hasta alcanzar un máximo de 600,000 (más un millón en la reserva o movilizados) hombres en 1812, justo antes de la invasión de Rusia en la guerra de la Sexta Coalición.
En ese momento, la Armée se componía de: 300,000 franceses, belgas y holandeses; 95,000 polacos; 35,000 austriacos; 30,000 italianos; 24,000 bávaros; 20,000 sajones; 20,000 prusianos; 17,000 westfalianos; 15,000 suizos; 9,800 daneses y noruegos; 4,000 portugueses y 3,500 croatas. Con excepción de los cuerpos polaco y austriaco, cada contingente era mandado por un general francés.
A pesar de haber tenido su formación y haber sido pionero en maniobras de artillería, Napoleón es muy recordado por la actuación de su caballería. Esta jugó un papel muy destacado durante el proceso de expansión del Imperio Francés, siendo crucial en muchas batallas.
La derrota final de Napoleón en Waterloo es atribuible especialmente a errores en la comunicación que causaron que tropas de caballería atacaran demasiado pronto, siendo diezmada al no contar con el apoyo de infantería o artillería. Sin embargo, ya en esta época empieza a notarse la inferioridad de la caballería en combate ante una “artillería volante” cada vez más potente, precisa y maniobrable.
El ejército de Napoleón, al igual que la mayoría de otros ejércitos de la época que se dividían en tres ramas principales, estaba compuesto por uno o más cuerpos: Caballería pesada (coraceros y carabineros a caballo), caballería media o de línea (dragones y ulanos) y caballería ligera (húsares, cazadores a caballo y más adelante los mamelucos).
Cada cuerpo de caballería estaba formado de manera que cubriera funciones específicas durante las campañas, por lo que los integrantes de cada uno debían tener ciertas características y cualidades requeridas en ese cuerpo. Esto no significa que en ocasiones un cuerpo de caballería ligera no pudiera servir para funciones que solían atribuirse a la caballería pesada.
La caballería
Napoleón nunca pospuso sus batallas; siempre procuró reducir sus posibilidades de derrota a través de estrategias precisas y la concentración en un punto en el momento indicado.
Enseñó a sus hombres a combatir ordenadamente, a través de “líneas de operaciones”. Los ejércitos en marcha desde la base de operaciones al objetivo necesitan numerosas vías de comunicación y avenidas de aproximación, que les permitan efectuarlo con facilidad y rapidez.
La palabra línea de operaciones comprende un haz de caminos constituyendo una zona, aunque suele materializarse la línea, denominándola por la vía de comunicación más importante empleado por el ejército en su marcha a la “zona de operaciones”.
Se entiende por zona de operaciones al campo anterior a la línea principal de combate. En cambio la línea de operaciones no sólo es la porción de terreno por la que avanza el ejército, sino también toda zona por donde maniobra, que a veces no coincidirá con la línea de operaciones, cuya característica es unir la base con el objetivo.
El objetivo inculcado como enseñanza por Napoleón a sus hombres era conducir lo más directa y fácilmente posible al objetivo propuesto.
No siempre será la línea más corta desde el punto de vista geométrico, sino la que presente menor número de obstáculos naturales y posiciones defendidas o defendibles, junto con el mayor números de buenos caminos y carreteras.
Además esas líneas deberían estar enlazadas con la base, de modo que ambas se cubran y protejan recíprocamente. Aunque la situación ideal de la línea de operaciones con respecto a la base es que resulte normal y en el centro de ella, podrá enlazarse también en uno de sus extremos o en ambos, normal y oblicuamente.
Principios estratégicos
Al empleo de las líneas múltiples va íntimamente enlazada la debatida cuestión de las líneas interiores y exteriores. Napoleón era un maestro en el empleo de la estrategia de las líneas interiores. Esto es: teniendo un número inferior de hombres procurar dividir al enemigo y derrotarlo en sectores separados utilizando la masa de su ejército reunido. Una vez hecho ésto, con la misma masa aplastar a la otra mitad del ejército enemigo.
Desde el momento en que un ejército tiene dos o más líneas de operaciones puede suceder que éstas sean exteriores a las del enemigo.
Si la desproporción de fuerzas no es muy grande y capaz de decidir por sí sola la victoria, la ventaja está de parte del ejército que puede operar por líneas interiores, puesto que teniendo que recorrer una distancia menor (para llegar al choque con uno de los ejércitos enemigos que ocupan líneas exteriores a las suyas), que las separa a éste de cualquiera de las demás columnas que quisiesen correr en su auxilio, podrá el primero batir por separado a las diversas tropas enemigas, asegurando la superioridad numérica, que quizá no tenía en el punto decisivo o conveniente.
Esta maniobra para que tenga éxito ha de ser ejecutada marchando resueltamente contra una de las fracciones enemigas sin dar importancia a la otra. Hay que elegir quien ha de sufrir el golpe y obrar con rapidez y no correr al segundo adversario sin haber aniquilado por completo al primero.
Las líneas exteriores sólo son convenientes cuando se tiene gran superioridad numérica y el enemigo se muestra poco audaz y maniobrero, porque no son de temer los ataques por líneas interiores del enemigo y se tiene la ventaja de operar por líneas convergentes, como suelen serlo casi siempre las exteriores.
Rodear al enemigo
Napoleón Bonaparte planteaba:
“El ejército que emprende la conquista de un país tiene sus dos alas o apoyadas en territorios neutrales o en grandes obstáculos naturales como son ríos o cadenas montañosas”.
En algunos casos sucede que una de las alas tiene estos apoyos, y otras veces las dos están descubiertas. Aquí la línea de operaciones puede descansar indiferentemente sobre la derecha o la izquierda.
En el segundo caso debe dirigirse al ala apoyada. En el tercer caso debe ser perpendicular al centro de la línea de marcha del ejército.
“Las ventajas de las líneas de operaciones interiores son válidas únicamente mientras se considera suficiente espacio para avanzar sobre el enemigo”. Decía el Mariscal.
Si las líneas interiores son mal empleadas el desastre puede ser grande, pues las tropas que ocupan las líneas exteriores tienden a reunirse, y si lo consiguen, estrechan al enemigo y le rodean.
El Barón Jomini, quien con mayor profundidad aprendió del líder este concepto, en su obra El compendio del arte de la guerra, define las Líneas de Operaciones como:
“el espacio suficiente para que el centro y las dos alas de un ejército puedan moverse en él, en la extensión de una o dos marchas de cada una de sus alas, lo que supone al menos la existencia de tres o cuatro caminos que conduzcan al frente de las operaciones”.
Para Napoleón, la simplicidad significaba sólo una cosa: tener objetivos, mensajes y procesos sencillos. Claridad en cada una de sus órdenes, la comunicación exitosa con tus equipos de trabajo fue necesaria para una clara comprensión de los procesos operativos y estratégicos. La simplicidad no significa desinformación, significa objetividad.
“La batalla más difícil la tengo todos los días conmigo mismo”, decía Napoleón Bonaparte. El carácter es fundamental para que un líder tenga precisión y convocatoria.
Mandar siendo íntegro, dueño de sus acciones, con calma y responsabilidad siempre fueron los principios fundamentales para ser un gran líder.
Napoleón significa mucho más que un fenómeno histórico, un hombre que alcanzó el poder muy joven, un país que recibió un héroe, un ejército que superó fronteras, un comando que consiguió la gloria, una prueba que llevó a la unión de naciones y una etapa de la humanidad que ~indudablemente~ seguirá resonando por sus hechos en las Guerras y vida de Napoleón Bonaparte.
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Publicado originalmente en Quora.