La llegada del coronavirus se cierne sobre nuestros mayores, que, bajos de defensas, no tienen otra que enfrentar a la desgracia con resignación. La vejez merece otra atención.
La Balada de Narayama de Shohei Imamura (1983) es una película que saca a la luz una tradición decimonónica japonesa en que se narra el abandono de los ancianos de la familia cuando pasan a convertirse en una carga. Si alguien consume, pero no produce, se convierte (convertía) en un lujo insoportable en núcleos familiares de escasos recursos. Los mayores lo aceptaban resignados y, a los 70 años, se les acompañaba a una ladera remota donde esperaban la muerte por inanición.
Hoy, las estadísticas dejar ver a las personas mayores como víctimas desiguales del virus coronado. El COVID-19 desnuda la fragilidad de nuestros mayores; especialmente los que viven en residencias de ancianos. Esta realidad nos empuja a preguntarnos si estos centros deben estar medicalizados con unidades que detecten las enfermedades virales tempranamente.
La jubilación oficial tiende a verse como un paso a la reserva, al declive. Como cuando ya no se puede concebir hijos. Duele pensar que se atiende a los ancianos solo por razones morales, o así parece. Curiosamente, ahora, con el ímpetu del virus canalla, se ha hecho necesario recurrir en muchos lugares a los sanitarios jubilados.
En los tiempos que corren, cada vez más se llega a los 65 años con respetable vitalidad. Los artistas lo acreditan. Picasso tenía 90 años y pintaba e innovaba en igual medida. Un contraejemplo lo encontramos en la música popular. Es “solo para jóvenes”. Perturba cuando le dicen a uno, o una, “esta música es de tu época”, y te la clasifican por “los setenta”, “los ochenta”, y así sucesivamente, como si de un pasado no evolucionado se tratara.
El acceso al mundo laboral está vedado a los oficialmente viejos. Hay más discriminación por viejo que por diablo. De ahí la paradoja de tener a un presidente y a un candidato demócrata septuagenarios. Las soluciones chiste de Trump queriéndole meter luz a los pulmones o inyectar desinfectante limpiador a los bronquios de los contagiados nos deja al borde de un tratamiento en una cámara de gas, de la risa, y, con la sensación de que se le va el avión, o la olla. Esto no es por vejez, es una simple demostración científica de que “de donde no hay no se puede sacar”.
Los viejos no son restos biológicos vivos, cada vez más viejos, cada vez menos vivos. Su fallecimiento por la pandemia, en miles, los hace sentir acorralados e indefensos en una ladera en la que les toca interpretar una Balada de Narayama del siglo veintiuno.
Luis Silva-Villar, profesor de Lengua y Lingüística