PORQUE ME IMPORTA
Hay una contradicción descaradamente inverosímil, indignante, en la manera en que nuestra sociedad trata a los héroes del COVID-19.
Hablamos de los trabajadores del campo de California, y específicamente, en el condado Kern. Son 127,000. En otros condados hay más, incluyendo varios miles en Los Ángeles. Pero uno de cada tres trabaja en los condados Kern, Fresno y Monterey.
Han sido y siguen siendo “trabajadores esenciales”, al igual que los trabajadores en supermercados, el transporte público, la atención médica, la educación, el comercio minorista. Incluso los policías. Son aquellos a quien se cantaron loas; los que fueron alabados y agradecidos. Y ellos cultivan, cosechan, producen los alimentos que consumimos y otros productos agrícolas. Son infaltables.
Pero la verdad es que no han sido ni reconocidos ni recompensados. Trabajan duro, pero el 34% de ellos vive debajo del límite de la pobreza. Producen la mejor comida, pero no la consumen. Y parecería que son invisibles. Como si se hundieran y perdieran dentro de la tierra que trabajan.
Es inadmisible que precisamente ellos tengan una de las más bajas tasas de vacunación, el 50%, por debajo, no solo de otros “esenciales”, sino de todos los empleados. Por eso y por sus condiciones de vida, sufren más contagio, enfermedad y muerte.
Según datos de UC Merced, en una comparación con los 50,000 trabajadores de procesamiento de alimentos, el 78% de los campesinos del Valle Central son inmigrantes, contra menos de la mitad. El 67% no son ciudadanos contra solo 26%; su ingreso anual es de solo 14,080 ¡por año!, contra 32,165 dólares.
A sabiendas, los dejan atrás. Carecen de representantes potentes en los gobiernos, o contacto con gente pudiente. Lo único que tienen para ofrecer es su trabajo. Hay activistas que los organizan, grupos a su servicio y universidades que preparan a sus hijas e hijos. Demasiado poco, porque no son gobierno.
Como escribió el compositor chileno Luis Advis:
“Nos comprenden algunos amigos
y los otros
nos quitan la mano”.
(De Cantata Santa María de Iquique)
La semana pasada, en una rueda de prensa de periodistas étnicos organizada por Ethnic Media Services (EMS), expertos y activistas presentaron, con números, relatos y el ejemplo personal la situación de estos obreros.
“El miedo y la desconfianza siguen siendo la norma, junto con la desinformación. Y mientras las vacunas son más accesibles, otros factores: pagar el alquiler, evitar el desalojo, tener electricidad, conseguir transporte, tener suficiente tiempo en el día – faltan”, dijo Sandy Close, directora de EMS.
La baja vacunación, como dijo en la presentación el Dr. Edward Flores, profesor asociado de sociología en la Universidad de California, Merced, no es el problema en sí, sino el síntoma del problema.
Hé aquí otra estadística: las tasas de vacunación en California son directamente proporcionales a la suficiencia de comida. Quienes tienen “bastantes alimentos del tipo que queríamos comer”, están vacunados en un 88%. Y la tasa de aquellos que no tenían suficiente para comer es de 56%. Pero si además no tienen seguro médico – como los inmigrantes – baja a 39%. Por último, si no han pagado sus rentas y creen que están por ser desalojados, es de solamente el 35%.
En la vida de los trabajadores del campo se acumulan entonces la falta de vivienda adecuada – que rentan y no poseen – y el hacinamiento extremo; la ausencia de seguro médico y la inseguridad alimentaria. Para el 78% de ellos que son inmigrantes la sensación de inseguridad, y el temor a la deportación. Y finalmente, la barrera del idioma les impide acceso a los recursos que están a disposición del resto de la población. Esto es especialmente cierto para los miles de trabajadores indígenas y sus familias, que en muchos casos no hablan español, ni inglés.
Pasaron 19 meses desde el inicio de la pandemia. Pasaron diez meses desde el inicio de la era de la vacuna. La población se sobrepone a la crisis. Pero para los trabajadores agrícolas la vida no ha mejorado. Para ellos, es peor, por la pandemia.
Y cuando el condado Kern da la vuelta a la esquina en la confrontación con el COVID, los campesinos se llevan la peor parte.
Así es. Los 127,000 labriegos del condado Kern, como otros miles, están caminando – trabajando – en un túnel. Al final del túnel les espera la enfermedad, el hambre, la desdicha, el final.
Pero si nos importan, si aunque sea por motivos egoístas de “inmunidad de rebaño” queremos aumentar la tasa de vacunación, o si apreciamos la comida que ellos producen, aunque fuese por eso solamente y no por solidaridad como sería lo normal, los gobiernos tienen que hacer inversiones inmediatas en mejorar las vidas de esta gente, para que tengan seguridad alimentaria, un techo para dormir, atención médica normal.
Entonces, se vacunarán. Y quizás, además, tendrán una existencia digna.
Es la obligación de los gobiernos. Porque, para eso están.