Mamá, ¿por qué los mató?, esa fue la primera pregunta que mi hija de 7 años me hizo al volver de la escuela el 24 de mayo. No hubo un hola ni un buenas tardes antes de subir al auto. Habían pasado un par de horas apenas de la masacre en la primaria de Texas y Mika quería -necesitaba- saber los detalles. Estaba conmocionada. No entendía como un niño podía llevar un arma a la escuela y atacar sin razón a los demás. En su cabecita inocente, no encontraba lógica.
No supe qué responder. Le dije que quizá estaba triste y enojado.
Pero los otros niños no tienen la culpa, respondió. Lo sé. Lo sabe. Lo sabemos.
Al recogerlos de la escuela, el corazón me pesaba tanto que se me convirtió en lágrimas. Ellos, en su última semana de clases, salieron sonriendo, peleando y jugando. Lo de siempre. Sentí una gratitud al verlos felices, porque libraron un día más en la primaria. Los padres de 19 niños en Texas no lo vivirán así. Volver a casa no debería ser un privilegio.
Pienso con mucha frecuencia en las últimas veces; en ocasiones, tiendo a la fatalidad. Todas las mañanas, los abrazo, beso y les grito te amo, como para que el efecto de mi empalagamiento sea justo lo suficiente para que mis niños se sientan cobijados todo el día… o por si me, les, nos pasa algo. Matías es meloso como yo; para Mika mis caricias son un tormento.
Mamá, el niño que los mató ¿es un villano? ¿Quién les dijo a los papás que sus hijos murieron? ¿Los niños se hicieron ángeles? ¿Los mató porque no supo controlar su temperamento?, cuestionó Matías, el mellizo. Me aturdí.
No sé cómo hablarles a mis hijos de tanta violencia. Cada día están más vivos y curiosos. No se conforman con respuestas de monosílabos; tampoco son indiferentes al dolor ajeno. No sé si estoy usando las palabras correctas ni el tono adecuado, no sé cuántos detalles darles, pero tampoco puedo ignorarlo. Viven en un país en donde te matan por ser extranjero, negro o latino. Donde pareciera que se cuidan más las armas que los niños; un país en donde los pequeños tienen que entrenar para un simulacro de masacre y uno de fuego. El arma de fuego es la principal causa de muerte de menores en Estados Unidos. Estamos jodidos.
Mamá, ¿me van a matar en la escuela?, preguntó Mika con un tono de desconsuelo.
Le dije que todo estaría bien, que se fuera a dormir, que la cuidaría siempre. Sabía que le mentía. No puedo prometerle que estará segura en la escuela ni en ninguna parte. Todavía están sepultando a las víctimas del tiroteo en Búfalo y en Texas hay padres que tuvieron que hacerse pruebas de ADN para identificar el cuerpo correcto de sus niños, que quedaron destrozados, irreconocibles, tras el ataque.
En lo que va del año se han reportado 27 tiroteos en escuelas de Estados Unidos. Vivimos en una sociedad de doble moral en donde queremos evitar que los niños aprendan de la historia étnica o escuchen la palabra gay en un currículo académico, pero no hay un control de armas ni revisión de antecedentes penales.
Me acurruqué en la litera de arriba con Mika. Me dejó abrazarla y se durmió inquieta. Tuvo pesadillas. Despertó cada dos horas y al sentirme cerca me preguntaba si ya sabía cómo se llamaban los niños y si ya les habían avisado a sus papás que habían muerto. Después acaricié a Matías, le susurré hasta el cansancio que lo amaba. Me pasé la noche viéndolos, pensando en esas últimas veces que me torturan desde que supe que estaban en mi vientre. Les prometí amarlos desde su primer suspiro hasta el último mío y me aterra perderlos sin poder hacer nada.
No, los pésames, pensamientos y plegarias no bastan. No es un minuto de silencio, es una vida de llantos ahogados.