Una de las profesiones más artificiosas de la era moderna es la de los periodistas. Quizás la más dúctil y condescendiente con el poder de turno, la que más se masturba con la idea de la objetividad y la verdad consensuada, la que más se autoengaña y se deja engañar. Los periodistas sienten su debilidad frente al resto de las profesiones académicas y se esfuerzan sobremanera en inyectarse adjetivos legitimadores que recubran la mentira en que han hundido sus vidas.
¿En qué se especializa un periodista? ¿Será en clarificar ante el gran público la potestad delimitadora de los grandes empresarios que los emplean? ¿o en urdir alarmas cotidianas para transarlas en el mercado? ¿Qué es lo particularísimo que sabe hacer y el resto no? ¿Cuál es su valor agregado para existir como una profesión autónoma?
A las pocas semanas de egresar de sus universidades, la mayoría de los nuevos periodistas esconden su rebeldía entre las piernas y se consagran a agradar a los dueños del látigo, a los dueños de la gran propiedad, a los jefes policiales, a los jueces y fiscales, a los intendentes y gobernadores, a los gruesos caciques locales, a los extranjeros que arriban buscando mano de obra barata. La gente común no tiene forma de eludirlos, no conoce más realidad que sus mentiras rastreras y les cree y les otorga un poder inmerecido.
Se les provee de todas las herramientas logísticas para que parezcan implacables inquisidores de los males sociales, Torquemadas contra la pequeña estafa, el microtráfico y el pirateo de cds piratas. Y hasta ahí llega ese aparente inmenso poder, porque las puertas verdaderamente relevantes de la gran delincuencia les están vedadas. Allí no se entrometen los niños investigadores, porque tras esas puertas todos los poderes están muy entrelazados y protegidos bajo la consigna del aprovechamiento.
Finalmente no son más que hormiguitas mal pagadas en la gran estrategia de la manipulación informativa con que el poder político y económico de turno intenta perpetuar su predominio. Algo así como funcionales carpinteritos de la tergiversación, la mentira, la omisión y la desinformación oportunista. Pocos están dispuestos a reconocerlo, pues el magro pan de sus familias depende de esa contribución a la mentira. El viejo rumor, otrora el único e inexacto medio de propagación de la información, se ha travestido hacia una utilitarista investidura de poder para los cabrones del primer vagón.
Por último, no puedo desconocer sino más bien honrar a las contadas excepciones a la regla de esta profesión. Periodistas que nunca se vendieron, que no se venden, y que están dispuestos a pagar con su propia vida la defensa de su verdad.