Luego del derrumbe de la antigua Unión Soviética en diciembre de 1991, Rusia vivió una época de anarquía y desorientación ideológica que tenía su expresión en la figura dipsómana del Presidente Boris Yeltsin, quien pretendiendo ingresar a Rusia al concierto de naciones occidentales y el capitalismo, terminó hundiéndola en una espantosa crisis económica y eliminación de prestaciones sociales, con nefastas consecuencias para la población.
Hay algo de anarquismo en el espíritu eslavo y el carácter de los rusos que los hace imprevisibles. Así como realizaron la revolución rusa en 1917 en uno de los países más religiosos y ortodoxos del planeta, del mismo modo terminaron disolviendo de un plumazo la Unión Soviética 74 años después. El sentimiento iconoclasta y la creación de nuevos ídolos es una constante desde los tiempos de Iván el Terrible, Pedro el Grande, Catalina, Lenín, Stalin.
En medio de la deriva de fin de siglo de todas las rusias se sucedió la llegada al poder de Vladimir Putin en el año 2000, que fungió dos períodos presidenciales hasta 2008, luego nombró a su valedero Dimitri Medvédev para el período 2008-2012, y se reeligió del 2012 al 2018, y del 2018 al 2024.
La popularidad de Putin durante estos veinte años reside en que rescató, mediante medidas poco ortodoxas y en la más fiel tradición capitalista, la economía rusa, para lo cual incluso mezcló la fórmula “Pinochet”, dictadura más libre mercado, que tan bien ha funcionado en China, otro capitalismo de Estado.
Durante estas décadas contó con la benevolencia de los precios del petróleo y con el apoyo entre dientes de Europa Occidental, necesitada de una Rusia estable, que entre otros, le garantizara el gas ruso para su calefacción.
Su estrategia para afianzarse en el poder, aparte de conducir una política económica ajustada a los cánones capitalistas, ha sido rodearse de la antigua élite de la inteligencia rusa, la KGB, buena parte de cuyos cuadros son hoy poderosos oligarcas, y de expertos en relaciones internacionales como su canciller Serguéi Lavrov.
Desde su histórico discurso en Múnich en 2008 que marcó el inicio de un mundo multipolar y que constituyó un punto de inflexión en las relaciones de Moscú con el exterior, Putin relanzó las posiciones geopolíticas de su país, que buscan asegurar la periferia de todas las rusias desde Ucrania, Moldavia, el Cáucaso, Asia Central donde la intervención rusa es vital para sostener al gobierno sirio, Irán, Afganistán, a través del gobierno prorruso de Tadjikistán, la frontera china, hasta el mar de Ojotsk aledaño a Japón, donde posee las islas Kuriles.
El gran aporte de Putin es haber levantado desde los suelos el sentimiento nacional ruso con una narrativa que busca posicionar a Rusia como heredera de la antigua URSS con una posición de poder entre las superpotencias atómicas mundiales.
Por ello no extraña el apoyo del 76% de los votantes a las reformas a la Constitución durante el referéndum del pasado primero de julio, que posibilitan a Putin la presidencia de Rusia hasta 2036.
Serían 36 años en el poder, solo superados por los 37 de Iván el Terrible o los 39 de Pedro el Grande.
Pero nada está escrito bajo el cielo ruso de aquí a 2036, donde la misteriosa alma eslava puede darnos sorpresas.
Lee también
El retorno de los muchachos peronistas en la Argentina, por Néstor Fantini
Estados Unidos, un país convulsionado y sin rumbo
Con Cuba el socialismo perdió su encanto