“Si yo hubiera tenido la opción de no emigrar hubiese preferido quedarme en mi pueblo, al lado de mis padres”, dijo Rosa, una campesina originaria del sur de México y residente del área de Fresno, en California. “Igual que muchos otros jóvenes de mi pueblo, ni bien estamos en edad salimos en busca de trabajo; primero a los estados del norte de México y después, algunos de nosotras, seguimos a los campos de California”.
Este es uno de los tantos testimonios que escucho permanentemente de inmigrantes residentes del Valle [Central de California] como parte de mis responsabilidades al frente de los programas de Migración y Movilidad Humana del Comité de Servicios de los Amigos Americanos (AFSC) en esta zona.
Y nos dicen que migrar no es una elección, es una necesidad.
Migrar para trabajar, sea dentro o fuera de los límites de un país, es parte de una situación socioeconómica que prevalece desde hace siglos y que provee mano de obra barata, algo imprescindible para el desarrollo económico de ciertas áreas. Este fenómeno es común en muchos paises y ha sido ampliamente estudiado.
En el Valle Central de California la industria agrícola ha dependido, desde sus inicios, de mano de obra barata –de inmigrantes legales o no. La legislación referente al empleo de esta mano de obra ha sido determinada por intereses políticos y económicos.
No hay que olvidar que en este país, precisamente, el gran desarrollo económico fue impulsado por inmigrantes chinos, irlandeses, armenios, filipinos, italianos, mexicanos y muchos más, que contribuyeron también a la formación de ciudades, fortunas individuales y lujos del cual no disponen. Es decir: si se quiere buscar soluciones al tema de la inmigración, no podemos limitarnos solamente a cuestiones legislativas.
A los trabajadores inmigrantes siempre se les adjudicaron etiquetas despreciativas. Hasta los años 80 del siglo pasado se les llamaba “wetbacks”. Hoy predomina el término “ilegales”.
Si catalogamos a los trabajadores de ilegales ¿por qué entonces no se utiliza el termino “empleadores ilegales” para quienes los contratan? Esta es una prueba obvia de la discriminación anti-inmigrante.
La insistencia en usar el termino “ilegal” bajo la justificación de “llamar las cosas por su nombre” o “porque entraron ilegalmente al país” no ha logrado más que deshumanizar a los inmigrantes, poniéndolos en categoría de criminales y violadores intencionales de la ley.
El uso constante de la palabra “ilegal” por parte de algunos medios de comunicación, instituciones que abogan por una inmigración limitada y políticos que responden a los sectores más conservadores, al referirse a los inmigrantes sin papeles, no ha logrado más que reforzar la percepción negativa de éstos, agudizar el sentimiento anti-inmigrante, aumentar las tensiones sociales y dividir comunidades que parecen cada día más lejos de llegar a un acuerdo.
Esta polarización política ha paralizado la reparación legislativa de la migración, prolongando aún más sus problemas. Poner a los trabajadores inmigrantes y sus familias en la categoría de ilegales solamente ha contribuido a la justificación de la violación y negación de sus derechos humanos y laborales más básicos, como salud o educación. En resumen, es una justificación para su marginación social y cultural.
Bajo la excusa de esta “ilegalidad” observamos una complacencia social que justifica la creación de leyes y sistemas de aplicación de las mismas con consecuencias devastadores no solamente para las familias de los inmigrantes sino para comunidades enteras.
Y digamos, además, que enfocarse en este aspecto ayuda a distraer la atención de las razones de la migración (la economía que necesita de esta mano de obra) y mantiene comportamientos discriminatorios y racistas contra estos trabajadores.
Repetidamente se menciona que estos trabajadores son quienes cosechan las frutas y verduras que llegan a nuestras mesas, limpian nuestras casas y cuidan a nuestros niños. Estos inmigrantes son esto y mucho más: son seres humanos que aspiran a tener una voz política, personas que están enriqueciendo la cultura de nuestras comunidades, que se educan –muchos hablan dos o tres idiomas– conocen su oficio y tienen una sólida ética laboral.
Las únicas variables posibles en el debate sobre la migración son la legislación, el sentimiento vigente en la opinión publica y el discurso político. Y la única constante son las condiciones y demandas económicas que atrae esa mano de obra inmigrante, muy barata gracias, precisamente, a su estatus de “illegal”.
Históricamente, la inmigración a Estados Unidos se ha regido por leyes; éstas a su vez han cambiado de acuerdo con las reglas económicas del momento y los intereses temporales. Un ejemplo es el llamado Programa Bracero (1946-1964): se lo aprobó rápidamente para traer trabajadores mexicanos cuando se los necesitaba desesperadamente, en la posguerra, y cuando se terminó esa demanda, se canceló el programa.
Los legisladores conocen el funcionamiento y los intereses del sistema del que son parte. Negar una reforma migratoria significa reconocer no solo el nivel de contradicciones e intereses encontrados en el poder, sino también la incapacidad de superarlos: queremos el trabajo de los inmigrantes pero no queremos que se queden aquí ni que se reproduzcan y mucho menos que tengan poder politico y sindical. No queremos que sean “legales” porque entonces ya no trabajarán en los empleos más sucios y peor pagados y porque entonces nos hablarán de igual a igual.
Pero la situación actual es insostenible. El fenómeno de la migración requiere urgentemente buscar soluciones más permanentes que no se darán solamente con cambios legales y vaivenes políticos. Es tiempo ya de abordar este fenómeno desde un lente económico y de derechos humanos.