En mis días universitarios alguna vez pensé dedicarme a la política. Estaba delirando. Jamás me cruzó por la mente contender, sino analizar las estrategias y la propaganda detrás de los candidatos; se me hacía fascinante imaginar cómo la manipulación de ideas y emociones podría sentar a alguien un banco de poder. Hoy, años después y con la sensatez de la madurez, eso es justo lo que más me aterra. Soy periodista y aunque entiendo lo que pasa tras bambalinas en campaña, no puedo dejar de arquear la espalda, muchas veces por asco.
Entre el asombro y el fanatismo
He pasado horas sentada en aeropuertos, hospitales y salas de espera escuchando conversaciones ajenas que me dejan una desazón en la boca del estómago. No es que quiera entrometerme en pláticas, sino que las ideologías políticas tienden a hablar más fuerte, con un tono más autoritario, que las conversaciones frívolas que se convierten en murmullos en los espacios públicos. Quieren ser escuchados y no hay audífonos que mitiguen el eco de sus palabras.
Siempre creo que lo he escuchado todo, pero hay declaraciones que todavía me sorprenden. Desde las posturas más conservadoras, hasta los disparates de sociedades utópicas en donde la injusticia es el común denominador. No, no hay una democracia perfecta y no, ningún político vendrá a salvarnos. Por eso me causa más pesar el fanatismo.
Entiendo el hartazgo, las ganas de acabar con la corrupción y las ilusiones que nos hace el cambio. Comprendo las ganas de volver a casa, de no cenar ya más de lo mismo ni conformarse con el estatus quo. Coincido con el reclamo de justicia, la rendición de cuentas y la transparencia. Pero cotejo ese mundo ideal imaginario con el real, bajo el cero y no toca, y abro los ojos a unos enfrentamientos ideológicos por candidatos para los que uno es técnicamente nada, si acaso un voto más por contar.
Cuando votar es ejercer el derecho al odio
¿Cómo podemos arrancarnos los ojos por una pose y una fachada? ¿Cómo encendemos aún más la caldera de los ánimos por candidatos que nos venden ideas en las que creemos más nosotros que ellos mismos? ¿Cómo arruinamos familias y amistades por diferencias irreconciliables de batallas políticas que son de alguien más? ¿Cómo despertamos de ese sueño que alimentamos solo con las ganas de creer? ¿Cómo dejamos de votar en contra de todo? ¿Cuándo empezamos a elegir a favor de algo?
Trump, Biden, AMLO, Sheinbaum, Gálvez, García, Milei, Massa, Maduro, Arévalo, Boluarte, Bukele, Lasso, Lula da Silva, Petro, Boric, Chaves, Castro, Ortega. Faltan más. Apellidos que conocemos mientras ellos no podrían ni diferenciarnos. Ellos mueven los hilos y millones son sus marionetas. Aun así, creo en el poder del voto. Incluso con la amargura en el paladar que me provocan los discursos ensayados y los debates arreglados, sé que podemos tener la última palabra.
El reto es el despertar y sacudirnos las batallas ajenas para pelear las nuestras. Es despojarnos del fanatismo inculcado o heredado. Es escuchar y entender, es dialogar y confrontar, es ser humanos antes de títeres, es tener voz propia y no de manada… es aprender a respetar. La conciencia de saber que somos bombardeados por ideas y estrategias nos permite escudar en la razón. En las próximas elecciones lo único que nos protegerá es el despojo de los intereses ajenos y las ganas de revivir el sentido común.