“Los poetas son nuestra verdadera familia, querido… Podemos estar peleados o distanciados como nos pasa con un hermano, y no por eso deja de ser nuestro hermano… Acordáte siempre de eso, Iván” me dijo Susana Cabuchi en su casa. Esto ocurrió en Córdoba, hará cosa de diez años ya. Y eso fue lo que hice desde entonces; acordarme de su frase para siempre. Porque aquellas palabras eran de perdón y aceptación. Y sobre todas las cosas, de infinita misericordia para con el prójimo. Y Susana, que durante todas nuestras charlas jamás mencionó la palabra “religión” ni la palabra “iglesia”, me estaba dando la mejor lección de “cristianismo poético” de toda mi vida.
La verdadera familia
Poco tiempo después, profundicé en su concepto. Y entendí que si los poetas eran nuestra “verdadera familia” se debía a ese “radar interior” con el cual podían decodificar nuestros escritos; independientemente de sus humores cambiantes o sus histerias constantes. Y por eso, por compartir nuestra misma configuración espiritual e intelectual, eran nuestro “prójimo” más parecido.
Esa tarde, en su departamento de Córdoba, hablamos de muchas cosas más. De su taller literario que llevaba años dictando, y de sus alumnos que para ella, también eran “familia”. Me contó del ACV que había sufrido y cómo se había despertado tirada en el piso, mirando la heladera inmensa como una Torre Ángela de acero inoxidable; de su hija que la había encontrado y del tratamiento que siguió después. “Cuando me enfermé, el poeta Daniel Mariani, que hace 14 años trabaja conmigo, buscó –y consiguió- por toda la ciudad sangre RH negativo, que es mi grupo. ¿Se puede llamarlo tallerista? Es de la familia como mis dos hijas, como Alfredo Martínez Howard, como muchos que persisten en las labores del poema”.
Por ese tiempo, yo era uno de los que “persistía”. Y por eso nos habíamos entrevistado. Porque sin conocerla, yo le había enviado un libro mío. Y Susana, que lo consideró de valor, había tenido la generosidad de compartirlo con sus discípulos. Y esta fue la segunda cosa que me enseñó aquella tarde. “Mucha gente que escribe, lo hace con todo el sentimiento y las mejores intenciones; pero a pesar de eso el poema no sirve. No es que sus sentimientos no sirvan; lo que no sirve es ese resultado final. Y entonces yo les digo: escribí el poema de nuevo, porque así como está, esto no le interesa a nadie”. Esta frase no es textual sino una reconstrucción de mi precaria memoria; lo que sí es textual es el final de la frase que dice “esto no le interesa a nadie”. Cuánta razón tenía… ¡Cuántos poemas merecían esa “calificación”, la de su más exigente y a la vez, benévolo, “control de calidad”…
Una carta al corazón humano
Profundicé, también, en aquel postulado y entendí que, cuando Susana decía “nadie”, en realidad decía “todos”. Se estaba refiriendo no a personas en particular sino al corazón humano en general. Y ese era (y ese es) el único destinatario de todo poema; el único que espera aquella carta o botella al mar enviada de corazón a corazón en medio de la noche.
La otra cosa que la que hablamos aquella vez fue de la infancia. Ambos habíamos crecido en un pueblo con padres ferroviarios por estaciones ahora abandonadas; ella en Jesús María y yo en Ballesteros. Y esa era, para los dos, la única y verdadera patria. “Por eso somos poetas, querido; porque jamás renunciamos a esa ciudadanía”, me dijo.
Me acuerdo, también, que nos abrazamos en la puerta de su edificio diciéndonos “hasta luego” y que yo, muy tímido e incapaz de decir adiós, le dije “so long, Susana”…
Dos años después la entrevisté acá, en Villa María. Había venido a dar una lectura en la Medioteca invitada por el poeta (“y hermano también”, agregaría ella -y ahora lo agrego yo-) Marcelo Dughetti. Y su participación había sido impecable. La fotografié en el hotel donde paraba y que ya no existe, en un “hall” estrecho con un bajo relieve griego de fondo. “¿Ves que sos una musa, Susana?” le dije. Y mi cursilería la hizo reír para la foto. Esa noche, tomamos algo en un bar con ella, mi mujer y un grupo de poetas. Y fue la última vez que la vi. Recién me acabo de enterar de su muerte, que me ha llegado como la peor de las cartas. El último mensaje suyo había sido por Facebook hace un año ya, cuando le pedí su dirección para enviarle otro libro de poemas, esta vez de mi amigo Roberto, fallecido también. Sé que recibió con alegría mi carta y el envío. Y entonces, automáticamente yo pensé en la suya, esa carta privada que había convertido en poema abierto para todos.
“Ha llegado la carta. /Está sobre la mesa,/ al lado de las flores./ La miro largamente./Conozco la letra.// Pero la leeré/ a la medianoche,/ cuando los trenes/ que pasan hacia el norte/ hagan temblar/ los vidrios de la casa”.
En esta mañana gris, pienso si aquellos versos no fueron un réquiem suyo para este día. Porque ahí estaba la medianoche de la muerte, las flores de la resurrección y el tren para ese viaje que no tiene fin. Entonces vuelvo a leer su último correo:
“Qué alegría tu mensaje, querido Iván! Trae noticias tuyas y el anuncio de un regalo valioso: la poesía de Roberto. Gracias! Mi actual dirección es Salta 645, 4to A, Edificio Camino Real II, 5220 Jesús María. Verás que la pandemia me trajo otra vez a la patria de la infancia. Te abrazo!”
Yo también te abrazo, Susana querida... Desde este andén llovido, saludando a ese tren que hoy partió para siempre, haciendo temblar los vidrios de una estación abandonada.