Gestemani, por Iván Wielikosielec

Más de una vez cristalizó en mí aquel sentimiento. Se trata de una tristeza de muerte como la que puede sentir un condenado a la guillotina durante la víspera. Su organismo funciona y respira. Tiene hambre y sed. Tiene deseos de estar con una mujer o ganas de tomar cerveza. Y sin embargo, aquella sentencia hace que esa vitalidad parezca absurda de cara a lo inminente. Si su sed y su hambre supieran lo que sabe su conciencia, ¿qué es lo que pasaría?

Pero ellas nada saben. Y por otro lado, ¿qué es, exactamente, lo que sabe su conciencia? ¿Quién puede asegurarle a ese condenado que, efectivamente, morirá dentro de unas horas? ¿Cuántas penas de muerte se han conmutado a último momento? ¿Cuántos verdugos han fallecido antes de ejecutar a la víctima? Entonces, ¿no hace bien su cuerpo en “no saber”? ¿No hacen bien los pulmones en seguir respirando, la sed en seguir teniendo sed, el deseo en seguir deseando?

Sin embargo, cada vez que tuve este sentimiento no se debió a sentencia de muerte alguna. Y jamás supe mediante qué extraña meteorología del alma aquella tormenta se disipaba al otro día. Como si un viento frío se levantara imperceptible en la noche mientras yo dormía, limpiando el cielo de mi espíritu en la mañana. Y no sabría decir si “ese otro día” se parecía más a una resurrección que a un nacimiento; a un vago recuerdo más que a un lejano olvido.

Lo cierto es que hoy me pasó lo inverso. Desperté con tormenta, como si las nubes se hubiesen ido adensando durante la noche sobre mi cabeza y sobre mi destino. Y los sitios por los que caminé en la mañana me parecieron abandonados; como si hubiera vuelto después de muchos años y sólo hubiese encontrado una tierra baldía. Y quizás para reafirmar este sentimiento, las palabras que me decía la gente (la vendedora del pan, el cobrador de impuestos, mi vecina) sonaban en mi cabeza como las recordadas voces de quienes ya no viven. Pero yo no estoy chiflado todavía. Yo no camino entre ruinas ni me hablan los difuntos; es sólo esa tormenta la que los hace aparecer de pronto.

He pensado, a la hora de explicarme este sentimiento, que quizás mi alma se vaya despidiendo del mundo por entregas. Porque acaso la hora final llegue de manera tan intempestiva que no me dé tiempo a decir adiós de una vez. Será por eso que se pone en funcionamiento aquel Getsemaní interior en medio de este jardín exterior. O será por eso que no pasa de mí aquel cáliz, así me inviten con los mejores vinos del mundo. Entonces me digo que las ruinas por las que me vi caminar en la mañana, superpuestas a esta ciudad, no son las que estoy viendo sino las que veré en aquel día. Y la voz con la que pienso estas palabras no es la voz con la que hablo con los conocidos sino la que me dictó este texto. La voz de ese día inminente que ya resuena en mí con la fabulosa oralidad de los muertos.

Perfil del autor

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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