Lo que quería para Navidad
Este año me entró un frío en el pecho que no quiere salir. El aire gélido se me coló por la garganta hasta apoderarse de uno de mis pulmones y sigue ahí; me oprime, me sofoca y me cansa. El diagnóstico es una neumonía que no me abandona. Es cuestión de tiempos, tés y calor de hogar, justo lo que le pedí a Santa para Navidad. A veces los deseos se cumplen en las circunstancias más extrañas y quizá el mío venía envuelto entre inhaladores y antibióticos. No sé. Pero irónicamente es justo lo que necesitaba.
No es ningún secreto que no sé cuándo parar. Estoy segura de que muchos de ustedes se sienten igual. Siempre hay algo urgente y prioritario que no se puede dejar para después; la lista de pendientes se alarga y, entre más hacemos, más llenamos de quehacer el plato. Dicen que, si quieres que algo en realidad se haga, se lo tienes que pedir a una persona ocupada y, bueno, yo siempre hago campo para el postre. Pero este 2024 se me desbordó de a poco y en silencio; la mente estaba entera, el corazón latiendo, pero el cuerpo ya no aguantó. No lo vi venir.
El reposo obligatorio me ha servido para cumplir los propósitos que me hice a principios de año: Comer más saludable, descansar, apagar la computadora, socializar con amigos más, pasar más tiempo de calidad en familia y detenerme pasa saborear las pequeñas cimas que se conquistan. En 15 días me he desintoxicado un poco de ese afán de siempre producir, crear y nunca aminorar la marcha. Sí, estas dos semanas me han servido para afilar el hacha de esos deseos que tenía acalambrados por el exceso: mucho, más, lo que sigue, un poco más lejos, llega más alto… lo quiero todo y lo quiero ya. ¡Qué va!
Ruego que no se me olvide para que el cuerpo no tenga que volver a cobrar factura, cuando no he terminado de abonarle a esta. Rezo porque esta vez aprenda la lección. Saber parar es también uno de mis anhelos de esta Navidad.
Así que estoy en cama disfrutando a los míos: un chocolate caliente y un abrazo, una noche entrepernada con mis hijos, un caldo casero cocinado con amor por mi mamá, una comida a domicilio enviada con cariño por mis amigos, mensajes de buenos días y mejores deseos, series de Netflix sin interrupciones y una cabeza despejada para contestar despacio y con conciencia los correos electrónicos que se me habían acumulado. He tachado mucho de mi lista, despacio, a mi tiempo, con cuidado y atención. Se siente muy bien. Es como irónico poder disfrutar tanto a pesar del dolor de pecho, la tos y la intensidad del martillo en la cabeza por la falta de oxígeno.
Y ahora me desconectaré, visitaré mi pueblo y abrazaré a los otros, también míos. Disfrutaré el calor de mi primer hogar en Navidad, mientras la cocina se calienta con los olores que salen de un horno que solo se usa en ocasiones especiales y me gastaré las mañanas sin prisa, entre el ruido de la calle y las carcajadas de mis hijos. Creo que intentaré encapsular esa magia que llega con los momentos cotidianos, los que damos por sentados, para curarme los pulmones y ese cachito de alma que había apachurrado por la premura de ser, estar y hacer siempre.
La vida no es una carrera sin fin; es un viaje, lento, en el que a veces protagonizamos y otras espectamos. A mí me deja, literalmente, sin aliento la emoción de recorrer mi camino. Quizá el verdadero éxito es sentarnos de cuando en cuando para apapachar el cuerpo y todo lo que carga por dentro.