Hace tiempo acompañé a mi esposo a una de esas bodas que aspiran a ser el evento del año, de las que se hablan en todos los círculos sociales, y cuyos pormenores se publican en revistas que llevan bisílabos como título.
El evento era espeluznantemente protocolario, rayando en lo ridículo.
Pero ahí estábamos: el Sr. Britto con su smoking recién salido de la limpiaduría, y la Sra. Britto con el vestido azul tiffany favorito, propiedad de su mejor amiga. En medio de una ordenada y pulcra fiesta cuasi-victoriana y fuera de contexto, a la que asistieron más de 1000 personas, aparentemente encantadas de haber alcanzado el renglón en la lista de invitados.
A la fecha todavía no hemos descubierto la razón por la que mi esposo fue invitado a ese banquete nupcial, pues desde mi perspectiva estar en esa fiesta y haber ido de vacaciones a la luna, daba exactamente lo mismo.
La apoteosis de la elegantísima reunión no fue el brindis del “magnate” seleccionado como padrino, ni cómo más de uno llegó rodeado de guaruras vestidos de pingüinos, estos últimos dando vida a la frase “el mono, aunque se vista de seda….”, ni el primer baile de los novios con aquella romántica canción de la época de sus abuelos seguramente seleccionada por la madre de la novia ó el “Wedding Planner”.
Nada de lo anterior opacaría la notabilidad de La Cena.
Cada mesa se encontraba decorada por un tronco de vid, traído desde Francia, especialmente para la ocasión, y al centro de la mesa depositado sobre un marco de plata, aguardaba discretamente el menú de la cena, el que visto de lejos me pareció extenso, aunque juzgando por el excesivo derroche distribuido a lo largo y ancho de la fiesta, no me extrañó que esa noche nos sirvieran un banquete vikingo. Así que obvié el contenido del menú, y me dediqué a deleitarme con otros aspectos de la Boda.
Finalmente llegó la hora de servir la cena, y cual va siendo mi sorpresa al darme cuenta que a mi esposo le servían un fabuloso filet mignon relleno de foie grase , mientras que a mi se me presentaba un plato con una mísera codorniz rellena de alguna confitura frutal, que además al ser comparado en cantidad con el plato de mi esposo, representaba cuando mucho la mitad de lo que esa noche cenaría mi querido Sr. Britto.
Con la mayor discreción que mi harta curiosidad permitió, tomé el menú de su pedestal de plata para revisar cuál sería el siguiente plato en la, según yo, extensa lista.
Pues nada, mera “desilusión” visual, pues el Menú no era extenso, sino que estaba dividido en dos partes:
Menú Caballeros y Menú Damas.
¡Vaya Cursilería! ––– me dije para mis adentros. Pero la situación representó para mí algo más que un motivo de crítica espontánea, o burla cínica, de pronto sentí una tremenda urgencia por salir de aquel túnel en el tiempo que me había transportado simbólicamente y a través de un menú a la Corte de Luis XVI.
Sin duda alguna, hasta ese momento, esta era la discriminación “más elegante” que había tenido que enfrentar como mujer.
Fantasee con un acto de rebeldía general protagonizado por todas las mujeres invitadas a la boda, donde al ritmo de la deliciosa melodía de Sarah Brightman “Deliver Me” , intercambiaran sus platos con el del hombre más próximo en su mesa, y ante la mirada escandalizada de los anfitriones empezarán a devorar vorazmente los filet mignons de sus contrapartes masculinas.
Pero eso no iba a ocurrir, en cada mesa al alcance de mi campo visual, se repetía la misma escena: mujeres deslizando su cubierto sobre el plato, jugando a comer, sin pasar un bocado por sus seguramente perfectas y blancas muelas. Viendo comer, más que comer, guardando todas las formas posibles, incluida la de: no comer “demasiado”. Siendo “demasiado”, tal vez un triste bocado de la panza de una codorniz de no más de 100 gramos.
De haberse materializado mi fantasía coreo-gastronómica en aquella fiesta decadente, me habría levantado y aplaudido hasta que se me pusieran moradas las manos.
Pero tristemente, seguro que en toda la fiesta, fui la única persona que tomó la cuestión del menú como un insulto a mi condición de mujer, como una limitación más impuesta por un protocolo de supuesto “abolengo”, a las libertades de la mujer, empezando por su elección de comer un plato tan grande o pequeño como le plazca sin sujetarse a convencionalismos totalmente fuera de contexto.
Esa noche no probé un solo bocado, mi esposo tampoco. Nos despedimos de nuestros anfitriones, culpando a un «achaque de mujer» por la prematura despedida.
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