Recuerdo que en los años ochenta, fundamentalmente, cuando en la televisión ponían una película española, se escuchaba una queja común en mi familia: “¡Puf, una españolada!”, y con estas palabras, símbolo del desastre general, continuaba la insistente protesta: ¡Cambia de canal!
Todo hay que decirlo, por aquel entonces, solamente disponíamos de dos emisoras; la Primera y la Segunda. Y en el caso concreto de nuestro aparato de televisión, poner la Segunda requería de la mañosa aparición de alguien que fuera capaz de introducir un palillo de madera en el espacio justo del botón de cambio, para que se mantuviera apretado y poder ver el mencionado canal, al menos, durante más de una hora seguida, sin sobresaltos.
La cuestión es que el cine español estaba etiquetado. Sabíamos, (o mejor dicho, lo sabían mis padres) de antemano, que habría sexo de más, insultos de más y tramas poco interesantes. Y como en toda generalidad, existen sus excepciones, y por aquel entonces, haberlas, las había, aunque por mi edad, ni siquiera era consciente de ellas.
En mi caso, la aparición en el cine de la película “Amanece que no es poco”, de José Luis Cuerda, en el año 89, rompió todos los esquemas que hasta entonces había absorbido sobre el cine español, tanto en mi casa, como en la calle. Un elenco de actores maravillosos, revestidos de la sencillez de un pueblo surrealista y mágico al mismo tiempo, me convencieron de que romper las etiquetas es un ejercicio más que saludable. En el pueblo del genial manchego nacen los hombres de la tierra; tienen sudamericanos que, “unos días montan en bici, y otros, huelen bien”; quieren que su alcalde comparta a la novia y sobre todo, admiran tanto a Faulkner, que no consienten que un convecino suyo haya sido capaz de plagiar, palabra por palabra, y por pura inspiración, “Luz de agosto”.
Hasta aquel momento, una, en plena adolescencia burbujeante por la búsqueda de una personalidad definida, pretendiendo hacerse la intelectual sin serlo, se hartaba de ver películas aburridísimas, con la intención de comentarlas en “petit comitè” con los amigos, y resultar más interesante. Sin embargo, tuvo que venir el señor Cuerda de la mano de un sencillo pueblo, para demostrarme que en la simplicidad se encuentran los manjares más exquisitos que pueda degustar el hombre. Así que, por fin me liberé de la pesada carga de visionar cine “checoslovaco”, para introducirme en el maravilloso mundo de ver cine por placer.
Y en esta intensa época de descubrimientos, fueron llegando otras joyas enlatadas con marca Julio Medem, Fernando Trueba, Imanol Uribe, Pedro Almodóvar, Agustín Díaz Yanes, Alex de la Iglesia… o el más reciente y no menos genial Amenábar, convenciéndome de que, el cine español, no sólo era bueno, sino que, cada día, iba mejorando. Atrás quedaron los “destapes” de la Transición; por otra parte, tan correctamente etiquetados en dicha palabra, porque pareciera que hubiéramos descorchado una botella de champán con gas contenido durante los años de la censura, ansiosos por ver un desnudo en territorio patrio, para no tener que cruzar la frontera con Francia a visionar “El último tango en París” y satisfacer la curiosidad de ver a una pareja haciendo el amor en pantalla grande.
Nos ha costado tranquilizar el sexo, relajar la visceralidad, maquillar la peineta y suavizar el sentimiento de ser menos que los “europeos”, para reconocernos en lo que somos, sin comparaciones, como un cine reflejo de una sociedad que, cada día, va despojándose de todas las etiquetas que se autoimpuso con el tiempo.
De este modo llegamos al cine del siglo XXI, con sus más y con sus menos, con sus controversias, con sus criticados presupuestos, con buenos y no tan buenos actores, directores y películas; pero podemos considerar que el cine español ha alcanzado una cota más que aceptable, tanto dentro como fuera del país, y eso es algo que no sólo aplaudo, sino que también agradezco, porque es un signo significativo de que cada día podemos hacer las cosas mejor.