[A veces pienso, cuando tiemblan los países, en mis propios temblores. Los pensamientos se agolpan como si quisieran salir a borbotones, insidiosos, petulantes, inoportunos… ¿quién les manda opinar, juzgar, creer? ¿por qué vienen a mi cabeza si nadie les invitó?… Será que sí les invité. ¿Quién es el que invita? ¿No soy “yo” mi pensamiento?
¿Quién? ¿Quién invita?… Y así se constituye un galimatías mental, revuelto, inquieto, turbulento… sísmico, como la misma tierra que se mueve bajo nuestros pies. Se asemejan las fallas en fricción a los pensamientos encontrados, y el resultado, que es un cambio en el paisaje, es también un poco más de sabiduría que la que teníamos ayer, si queremos aprovechar la ocasión.
Creo que un sentimiento común nos une: el deseo del cambio. Nadie quiere las cosas “tal y como están”. Ni siquiera aquellos que viven en las cumbres del poder; ellos preferirían que las cosas fueran como antes, con la expectativa del crecimiento como base de su futuro. Hoy la incertidumbre dirige nuestros caminos, y eso, a quien está sentado a la derecha de Don Dinero, no le gusta ni un poquito.
Observo a la gente que camina con sus dolores, sus heridas, sus sufrimientos… y se me entristece profundamente el corazón. Allá, acá y más allá, y más acá, todos sentimos esa daga afilada que produce el dolor. Sin embargo, parecemos no comprender el sufrimiento del otro; pareciera que queremos cerrar las puertas de nuestros hogares, nuestros países, nuestras empresas, para proteger lo que es “nuestro” como si fuéramos soldados de la posesión. Imagino qué sería de las colmenas de abejas si hicieran lo mismo que nosotros, si no cooperasen como lo hacen, las unas con las otras. O las hormigas, que trabajan unidas por un bien común. Quizás deberíamos observar más detenidamente cómo se comportan esas pequeñas criaturas que nos dan lecciones de solidaridad con su simple existencia.
Creo que hay pensamientos que no sirven para este mundo. Se convierten en utopías por la gracia de quien los escucha. ¡Qué difícil es tener un pensamiento propio! ¿Se han dado cuenta? ¡Es tan difícil darse cuenta!…
Se puede, se puede, se puede, se puede… me lo repetiré hasta la saciedad. Se puede.
Y no es un “sí se puede” baráckico, obámico; no es un “se puede” futbolístico, ni electoralista; es un “se puede” único, libre, indivisible, fuerte… como el agua: irrompible. Se puede ser quien eres, y no quien quieren los demás que seas. Quieren que te alegres con las muertes ajenas, porque el terrorismo justifica esa alegría; quieren que compres, que te vistas, que escuches y que hables… como “ellos” quieren. ¿Quiénes son “ellos”? Ellos son lo mismo que tú eres para ellos: esa imperiosa máquina que nos impulsa a la imposición, al deseo de poder, a querer controlarlo todo… “Ellos”, también eres tú, porque las imposiciones están dentro de ti.
Liberarse es el mayor trabajo que puede hacer el hombre, tanto por los demás, como por sí mismo. Nada más generoso, nada más entregado; pero también, nada más difícil. Somos esclavos sin saberlo… ¡y qué intrincada prueba es darse cuenta de eso!
Darse cuenta de verdad, no con la cabeza, con el pensamiento… no, darse cuenta con el hígado, con el páncreas y el corazón, revolverse el cuerpo por dentro porque uno descubrió que lo que piensa no es más que el producto de los pensamientos de otros muchos, que lo invaden como si fuera una plaga de langostas.
Ser libre de verdad, no de boquilla o de etiqueta. Uno puede atravesar desnudo la Gran Vía y seguir siendo el mismo siervo del pensamiento de otro. Libre en el convencimiento de la libertad, en la búsqueda de lo que uno es por naturaleza. Yo no soy yo y mis circunstancias; sino una máscara de mi y de mis circunstancias. Lo que soy yo, aún no lo sé. Espero averiguarlo cada día de mi vida, porque es lo que más ansío descubrir.