No importa en qué lugar del mundo uno esté, marzo nos atraviesa.
Desde este lugar, me llegan voces. Voces que recuerdan, que se quiebran al hablar. Entre esas voces, la figura de una madre llegando a su casa, preparando la comida, cuidando de que todo siga en orden pese al enorme debacle de la vida.
Hay momentos en que la vida se cae. Es todo un enorme pozo. Falta el aire y uno se pregunta cómo seguir. Entonces aparecen las madres.
Esas madres que son abuelas también. Esas mujeres enormes, silenciosas, estoícas y generosas.
Ellas están desde su historia de acumulados inconvenientes, de numerosas proscripciones, de infinitas represiones, tejiendo ese sostén para que nosotras podamos entender los días.
Yo tengo la suerte de poder levantar el teléfono y escuchar la voz de mi madre.
Muchas mujeres, que hasta hace poco fueron niñas, ya no tienen esa suerte pero gozan de la magia de escuchar a sus mamás en los actos de todos los días. En las enormes grandezas que van armando en sus vidas. Terminar una carrera universitaria, pintar la pared de la casa donde ahora viven con sus parejas, imaginar que ellas algún día serán madres. Darán vida, desde el cuidado de sus propios hijos, a esas madres que llevan adentro.
Las madres son esa presencia constante que no nos permite dejar caernos en el abandono. Uno sabe que ellas sin pedir nada, estrechan sus vidas por entendernos. Estar a nuestro lado cuando la vida se pone difícil y complicada.
Ellas, sufrieron por nosotras y también por los nietos. En ningún momento pensaron en abandonar la lucha. Buscaron en los cofres escondidos de las ciencias no exactas, maneras de sustentar el cariño para acolchonar la existencia.
Lidia
Pienso en la abuela de Dante. Es el ejemplo que conozco. Ejemplo como sinónimo de ejemplar. De lucha y compañía.
Ella adelantó los relojes del tiempo, apenas tuvimos el diagnóstico, para que el miedo fuera menos.
Comenzó a estudiar las leyes del universo. Una mezcla de alquimia, fe y tesón. Armó un lugar de certezas desde donde nos dijo: “Dante va a estar bien”.
Empezó tejiendo batitas de hilo celeste y terminó tejido una red enorme de amigas, de lazos y de esperanzas. Hizo de su vida una fuente de energía para que yo encontrara la fortaleza necesaria de estar al lado de mi hijo desde la luz.
La complicidad
Hoy Dante, con sus veinte años, es mi mejor amigo.
Recién llegamos del cine. Lo observo, en la oscuridad de la sala, sonreír. Su mano sosteniendo la mia, disfrutando de la fantasía de una película de dragones que vuelan en el cielo. “Dragonland”, repite varias veces mirando el film. Me acompaña en esa fantasía que necesito para sobrellevar esta noche de viernes.
Pienso que no hay dolores más grandes que otros, pero sí hay sentires, caminos recorridos. Surcos que quedan en el alma.
Esa lucha de las abuelas
Las madres de las madres de aquellos que nacen en la vida desde un lugar diferente, son madres helechos, que a la sombra del amor, generan esporas para que sus brotes tengan más fuerza.
A veces cuando acuesto a mi hijo a dormir, pienso en ese pacto de amor que Lidia entabló esa noche cuando lo hizo en sus brazos.
Ella había llegado de Argentina, para ayudarme en esa nueva vida de madre que yo no sabía muy bien cómo organizar.
Dante no dormía y mi cansancio era enorme. Entonces ella lo abrazó, se miraron a los ojos y hubo un pacto que quedó sellado en el silencio.
Dante se durmió en sus brazos y conoció la paz. Ese momento, esa seguridad del amor, ancló en su piel por la amorosa tarea de su abuela.
Dante lleva esa certeza en su vida. Saber que se lo quiere, siempre. Ese mapa emocional que nos permite saber a dónde vamos.
Quizás algún día las llamaremos “abuelas azules” o “abuelas de abril” . Sin ellas, nuestro diario empeño sería muy diferente.
Lidia fue guardando con el paso de los años, esos colores que Dante derrama en la vida. Un día, ella los puso en óleo.
Miro este cuadro. Veo la perseverancia. Veo las manos de esta mujer que nació en tiempos de escacez, bajo el mandato de los hombres.
Ella imaginó para mí un mundo distinto, desde mucho antes que yo naciera, en la soledad de sus siestas de barrio. En esa nostalgia de higuera que le marcó la infancia.
Ella me dio un mundo de libros, de charlas abiertas, de cuestionamientos, para que yo pudiera saltar ese dogmastismo que a ella tanto la había segregado. Imaginó para mí una vida libre.
El dolor de marzo
Desde la muerte, desde la vida arrebatada, los nombres que están en nuestra memoria, se quedaron sin palabras para agradecer a sus madres.
Nosotros desde la memoria llevamos cada día esas imágenes de valor y dignidad que esas mujeres con un pañal en la cabeza, usaron para enfrentar a la infamia.
La discriminación arrebata la alegría.
En Argentina, se practicó la discriminación sistemática para aniquilar los sueños de una generación. Sobre el dolor de la muerte, la perversión usó el vocablo “locas” para aislarlas. Las culparon de las muertes de sus hijos diciendo “si los hubieran criado bien eso no les habría pasado”.
Marzo nos atraviesa porque los dolores de la vida se transforman pero no prescriben.
Mi madre hizo del autismo una pintura. Vio a Dante desde su luz y por eso iluminó mi vida para que yo pueda todos los días, en el arte de criar a Dante, elegir los mejores colores, iluminar así también nuestros días.
Las Madres y las Abuelas, hicieron de la infamia, una bandera de dignidad. Esa que nos da un territorio de pertenencia, una patria, más allá del lugar del mundo en el que nos encontremos.
Muchas madres hicieron de la infamia, una esperanza de lucha. Una luz en la ventana que promete el comienzo de un nuevo día. Ese no dejar nunca de esperar la llegada de la primavera.
Un escrito para Lidia
7:45 am Gate 46 B
Veo tu pelo blanco luminoso, alejarse por el pasillo del aeropuerto. Ya no puedo acompañarte ni traducirte lo que los empleados de Delta te indican. Me pregunto cómo y cuándo el aire de Rosario me dejó de alcanzar.
Veinticinco años atrás, no supe entender qué te exponía a este desconcierto…. Avanzás, disimulando tu miedo y te perdés allí en esa zona sin pertenencia ni nacionalidades. Esa zona neutra del mundo donde uno anda suspendido, yendo o llegando, pero sin estar.
Si pude enfrentar todos mis desconciertos en la vida, fue por tu vestido de seda color verde con estampado de helechos. A los cinco años concentraba tu olor. Te buscaba segura de encontrarte siempre, después de jugar con la chicas de la cuadra, a la hora de tomar la leche, mirando juntas Payasín en la cocina de calle Pascual Rosas. Ese vestido que después me diste para jugar, me disfrazaba de vos. Sabía cómo jugar a la mamá porque ya tenía el calor de tu piel sumergido en mis poros.
Me regalaste la seguridad del amor, porque desde el amor se vuelve, pero desde el odio no hay regreso.
Me bañaste con una lluvia de sinceridades y pasiones. Desde tu amor incondicional por tu papá primero, por Perón siempre, por mi padre en los últimos años, donde ese cuidado continuo y cotidiano fue tu manera de decirle hasta el último momento todo lo que lo quisiste.
Te veo partir con tu pelo blanco. Sos una luz que se resalta en los flourosentes de la vida artificial….
¿Cómo fue que me dejó de alcanzar el aire en mi ciudad natal y me disipé en esta vastedad del mundo? ¿Cuándo fue que me convertí en esto, un ser de ningún lado?
Alguien anda por el mundo caminando entre pedazos de libros, fragmentos de películas, retazos de recuerdos hechos girones. Ese alguien soy yo y tu pelo es esa luminosidad que me guía.
Te reconozco en mi voz, en mis gestos, en la manera de evocar los recuerdos, en la poca discreción para contarlo todo, en mis desafueros.
Con tus ochenta y dos lúcidos años has cruzado un pedazo de planeta porque tenías la misión de dejarle a tu nieto tu sonrisa, tus cuidados, la tortilla de papa que yo nunca sabré cocinar.
El rugido del avión ya te mueve de regreso a ese hogar que alguna vez fuera de tres. Nuestra antigua morada. Miro el cielo nublado, esta ciudad que a veces puede ser el extranjero. Digo simplemente gracias por la madre.
Nunca olvidemos que para estas abuelas sus nietes son un sol que ninguna nube puede opacar.