Carlos Ruvalcaba: Los novenarios y el círculo de la memoria
*Esta breve novela es una crónica de la infancia que describe —en la voz de un aparente narrador adulto— la impresión de un niño ante la muerte. De hecho, la muerte aquí asume su papel como una constante de la realidad que interpela al hombre desde sus primeros pasos.
La muerte se constituye en el leimotive argumental de la introducción, el nudo y el desenlace que, si no fuera por las digresiones propias del género novelístico, podría decirse que resulta ser un relato extenso, por su estructura bien definida.
Dentro de la voz del narrador, la parte que implica al autor se percibe sutilmente a través de ese hilo de nostalgia y evocación de un pasado, que en alguna medida debe tener cierto grado de autobiografismo. Pero más que las intromisiones autorales que puedan existir, interesa la perspectiva del narrador (que virtualmente llega a ser un protagonista testimonial), dada por la proyección de una voz objetiva; voz que desde el inicio intenta afirmar —lográndolo— un tono de ternura y precisión de los hechos vividos. Quizás, entre tantas cosas, un especialista se atrevería a encontrar en esta novela la posibilidad de hacer un análisis de psicología conductista en los personajes, desde el punto de vista del “behaviorismo” estadounidense. No obstante, es de observar que en el libro resaltan dos aspectos a tener en cuenta: las relaciones humanas dentro de una familia y entre otros personajes de pueblo, como un atrayente entramado sociológico; y las relaciones entre el estilo discursivo y la proyección de las distintas voces en función de un mismo narrador.
En realidad, Los novenarios es un flujo de historias que son voces; voces que van trazando el círculo de una memoria que puede ser la de cualquier persona. Y estas distintas voces, aunadas por la uniformidad tonal del narrador, conforman una crónica en la vida de una familia, que también responde —en mayor o menor medida— a las características de cómo se comportan las relaciones filiales en América Latina.
Otra cosa importante viene a ser que esta historia, sin perder su particularidad del mundo que presenta (que es en específico lo que le ocurrió al protagonista cuando niño), se deshace en otras historias para rehacerse en una suerte de big bang novelístico que provoca interés. A diferencia de Juan Rulfo en Pedro Páramo, las voces aquí no hacen connotación del límite entre la vida y la muerte, sino que hablan de la vida y de la muerte desde la perspectiva de los vivos; y no obstante —al igual que en la inolvidable novela de Rulfo— juegan con las tradiciones de una época, las costumbres de una región y el habla popular, entre otros aspectos, sin caer en el ya lejano y manido costumbrismo, que permeó la mayor parte de la narrativa hispanoamericana de la primera mitad de este siglo.
Al comienzo, los primeros párrafos cuentan con la fuerza suficiente para hacer que el lector se interese. Y al correr de las páginas, el discurso se va tornando cada vez más firme, seguro de su función dinámica, diría yo; los diálogos se logran insertar entre las voces de los personajes y la voz del narrador. Se entiende así que el autor, desde un inicio se ha dejado llevar por el narrador y las elocuciones de otros personajes.
La historia gana en la constancia de un ritmo, cercano a lo conversacional, sin perder su elegante y definida sintaxis narrativa. En lo tocante al léxico, entran incluso vocablos del habla popular mexicana, que hasta pueden pertenecer a una región determinada, y que hábilmente son interiorizados en las estructuras de las oraciones. Hay diálogos extensos y, sin embargo, no se produce contraposición con el tono del narrador.
Nuevamente se percibe la presencia de Rulfo (de una manera espontánea), en cuanto a que la novela toma importancia en la medida que el discurso avanza, y son las voces de mujeres —a manera de comadres— las que sustituyen, durante unas cuantas páginas, a la propia historia del narrador-protagonista, para describir sucesos de la vida cotidiana que tratan del pasado y al mismo tiempo del presente. Y es este juego técnico entre el diálogo de los personajes con lo narrativo de la evocación protagónica, lo que hace que la novela realmente se reconstruya a sí misma.
La estructura de Los novenarios es esencialmente interna: corresponde a los nueve días de rezos por la muerte de la abuela. Pero los días están incorporados a la acción directa de la narración, lo que permite que no se pierda la cadencia, manteniendo el nivel de interés por saber qué va a suceder en la página siguiente.
En esta novela habría que hablar asimismo de dos protagonistas: el primero (por orden de aparición) es el supuesto adulto que narra sus recuerdos de la infancia; y el segundo —que va consolidando su forma a lo largo de la novela— es la palabra misma; el lenguaje como instrumento narrativo, que se alza a la categoría de personaje coprotagónico.
En este orden, pienso que el narrador, en su evocación, da el sentido del qué literario (o sea, aquello que se dice y por qué se dice), en relación con su necesidad humana de recuperar el pasado (en este caso la niñez), cuestión que es universal, ya que responde a ser siempre la búsqueda del origen al que estamos llamados. Esto constituye uno de los rasgos más sensibles del hombre: su memoria, recurso principalísimo de la literatura que proviene de las esencias mismas del humanismo.
Como ya dijimos, la obra se reconstruye a sí misma, y por ende el discurso narrativo alcanza un gran vuelo; resuena en su sencillez, se deja sentir, late en su vivencia. El lenguaje surge del interior del contexto no sólo familiar, sino además social, al disponer del acervo cotidiano.
La palabra aquí representa el cómo, la manera de contar la historia; la posibilidad de hacer que esta narración atraiga y convenza; en fin, el lenguaje se desempeña como imaginación vital, postulándose con transparencia y nitidez, gracias a la palabra humilde con que todo está relatado; un discurso que guarda siempre su equilibrio; su uniformidad sintáctica y lexical, así como de ritmo mediante la puntuación.
Por momentos, da la impresión de que el narrador se convierte en omnisciente; pero no, ello parece suceder por el abordaje de lo imaginativo. La objetividad se encuentra también en saber darle paso a las digresiones de una imaginería inspirada por cierto sentido de lo folclórico. En este caso, la variante anecdótica de “la aparecida”, junto a la sensibilidad —digamos poética— del discurso, se muestra eficiente; funciona muy dentro de la magia de los misterios populares.
Otra particularidad es que la abuela y el abuelo son dos personajes bien concebidos, porque se dejaron ser, surgieron por ellos mismos; y forman parte inteligente de la estructura, debido a que abren y cierran la historia. La novela comienza con la muerte de la abuela y termina con la del abuelo. Es como un recorrido por el trazado cíclico que se advierte en la vida latinoamericana.
Algo que recuerda un poco a ese “eterno retorno” de Nietszche, que tanto parece haber incidido (o incide) en la existencia humana y la literatura de nuestro continente. Es el designio de la muerte como cierre y cambio hacia otra dimensión; el sino del círculo griego, digamos, o del uroboro que se muerde la cola, como estructuración de espacios que, al cerrarse se repetirá en anillos de infinitas historias. El final de Los novenarios viene de esa atmósfera mágica que nos ha enseñado —como atributo ya universal de nuestra cultura— la narrativa del llamado “boom” de la literatura hispanoamericana.
Y esta novela breve, pero de largo y hermoso alcance, presenta así sus recursos a la manera de un todo circular, en el que la memoria deviene una mezcla de imaginación reposada con un estilo sencillo y coherente; la memoria como una de las mayores virtudes con que cuenta el ser humano para garantizar y re-crear su existencia.
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Carlos Ruvalcaba nació en Zamora, Michoacán (México). Publicó su primera novela Vida crónica en Ediciones Alfaguara de Madrid, España en 1982. En 1996, Santillana USA publicó La mariposa bailarina, un best seller infantil que se distribuye sólo en USA. Alfaguara USA ha reeditado múltiples veces ese libro. En diciembre del 2006, la Secretaría de Cultura de Michoacán publicó su novela Los novenarios.
Su más reciente novela, La cita, apareció en febrero de 2010. Narra el reencuentro amoroso de un perseguido chileno y una argentina que huye del golpe de estado en su país. Ha traducido del inglés al español los libros infantiles La boda de la ratoncita y La princesa y el pintor para Santillana USA, además de otros libros de negocios.