CON FABULACIONES: Vargas Llosa y la lucidez de un premio
En relación con una buena parte de los escritores, el Premio Nobel de Literatura es la consumación de toda una vida dedicada a las letras, al pensamiento y a la creación. En ese sentido, hablando sin retórica de humildad, para algunos posiblemente ello deviene llave que les abre la puerta al reino histórico de los consagrados. Otros, quizás, estén convencidos de que la verdadera consagración es la obra que queda. Y para un luchador por los derechos humanos, como puede ser Liu Xiaobo, conocido activista chino que obtuvo el Premio Nobel de la Paz, esta distinción puede significar tal respaldo que hasta le ayude a preservar su vida.
En el caso de Mario Vargas Llosa, estoy seguro de que desde hace mucho tiempo el gran escritor que es no imaginaba, ni mucho menos aspiraba, a ser el elegido de un premio que venía siendo cuestionado por cierta rigidez política. Estoy seguro también que a este hombre —que hoy en día cuenta con una enorme obra literaria, de incuestionable altísima calidad, de reconocimiento casi unánime en el ámbito mundial como novelista y ensayista, como polemista político y ferviente defensor de la libertad y los derechos humanos—, estoy seguro, repito, que ya no le preocupaba el hecho de si podía o no ser considerado, siquiera, como candidato a un evento que había y ha obviado a intelectuales de la talla de Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Ernesto Sabato, Alejo Carpentier, Sergio Ramírez, Juan Carlos Onetti, Guillermo Cabrera Infante o José Lezama Lima, entre tantos hispanoamericanos que han contado con obras literarias extraordinarias.
Pero, ¡al fin!, algo pasó; alguna chispa contagiosa corrió de un miembro a otro del jurado para dar lugar a un clima de lucidez en el que todos se dieran cuenta de que el mejor resultado era entregarle el premio a un escritor que no cesaba de crear; y de crear bien, sí, aun cuando sus ficciones, y la realidad crítica que emanaban de sus palabras, artículos y ensayos, rindieran frutos para gustos y disgustos. Hay que decir que toda obra y toda actuación política y social, mientras aspire —y convenza por consenso— a una trascendencia de libertad y humanismo, merece el mayor de los respetos. Interesante sería entonces saber cuáles fueron los intríngulis y cuestionamientos del proceso de discusión en el que se llegó a tan acertada decisión. Supongo, claro, que prevaleció la sensatez y la justeza de entender por qué un premio de esa envergadura debe ser consecuente, al menos, con la realidad de los nuevos tiempos.
La obra completa de Mario Vargas Llosa, por ende, es concisa: límpida, imaginativa, precisa, profundamente humana. Y también es exquisitamente intrincada, un dechado en el dominio de la técnica, cuando intenta siempre que nada falte y que nada sobre; es como si buscara sacar de la imaginación la utopía del resultado perfecto; al menos, se percibe esa intensión, aprendida de Flaubert, según el sentido de sus propias palabras. En sus más o menos 40 libros publicados hasta ahora, se encuentra una cosmovisión humana que se arraiga no sólo en los valores del hombre, sino asimismo en una intensa visión política en proceso de cambio, que lo ha llevado desde el socialismo hasta las posiciones liberales más humanistas de hoy en día. Su rechazo total e incondicionado a todo tipo de dictaduras y su preocupación por la importancia de que la cultura universal predomine en el pensamiento de cualquier ser humano ante la inútil arremetida de un populismo y nacionalismo obsoletos, le ha llevado a ganarse una gran cantidad de partidarios, así como enemigos políticos e ideológicos.
De aquí también su gran importancia, por lo que no ha sido un escritor fácil para la palestra pública. Pero su persistencia férrea en las ideas y la necesidad de cambios en el hombre le ha convertido en una figura internacional del liberalismo contra viento y marea, parafraseando uno de sus títulos. Vargas Llosa, así, desde hace muchos años se había ganado el estatus de fuerte candidato, incuestionable, al premio literario más importante en el mundo.
De modo que, una vez más, la cultura iberoamericana ha ganado su recompensa, y se regocija al demostrar la riqueza de nuestros autores. Y, por su parte, Perú está de fiesta, al saber que uno de sus peruanos más universales ha puesto el nombre del país por todo lo alto, en medio de la cultura mundial. España también, como su segunda nación, porque le dio cobijo en los tiempos en que él más lo necesitaba. Cabe también felicitar a la Academia Sueca por un hecho que devuelve, ante la palestra internacional, la confianza y el prestigio a esa renombrada institución, que por algún tiempo pareció andar perdida por los vericuetos del partidismo y los compromisos.
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Fragmentos de su discurso “Elogio de la lectura y la ficción”, en la obtención del Premio Nobel , el 7 de diciembre de 2010, en la Academia Sueca, Estocolmo
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
(…)
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
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La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
(…)
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará.
Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010
Me siento representado por todas las líneas de tu interesante texto, Manuel. Varguitas le da más al Nobel que el Nobel a Varguitas. Y que siga escribiendo por muchos años para el orgullo del Perú, América y el mundo.
Manuel. Muy bien por tu artículo. Recién terminé EL sueño del Celta, la última novela de Vargas Llosa y volví a confirmar no solo la maestría de este escritor, sino su compromiso con la justicia al dedicar un libro a un hombre que se enfrentó en África y Sudamérica a los crímenes contra los aborígenes y que soñó con su Irlanda como patria libre. El protagonista es un ser humano con sus defectos y virtudes pero un individuo humanista que dedicó lo mejor de sí para los demás. ¿Cómo puede hablarse de un escritor basura y reaccionario cuando un novelista de la talla de Vargas Llosa dedica lo mejor de su pluma para denunciar injusticias a través de su narrativa, por justicia divina o sabrá qué maquiavélico mecanismo de la Academia Sueca, según señalas?