Viernes Negro… el nombre suena terrible, negativo, vengativo, siniestro. Lleva tiempo darse cuenta de que el «negro» es el renglón financiero de los comerciantes de Estados Unidos, que ahora están… en Rojo: perdiendo. Se trata, para los que viven en Timbuktú, de la jornada de ventas especiales al día siguiente de Thanksgiving o Día de Acción de Gracias.
Es tradicional: los periódicos se llenan de folletos insertos multicolores con ofertas; algunas desesperadas. En Los Angeles algunas tiendas adelantaron su horario de apertura: Sears a las 5 de la mañana, Target a las 4:30. Incluso antes de medianoche, del día anterior.
En ciertos lugares a esa hora, me cuentan reporteros de La Opinión, cuentan empleados de las tiendas, no había mucha gente. No se despertaron especialmente. No confiaron en lo profundo de los descuentos, en el juego de gato y ratón con las cadenas de ventas. No sacaron todo el dinero para regalos; en muchos casos, lo hicieron para lo que necesitaban. Y esto es una novedad.
Lo digo, porque el espíritu del consumismo que permea la actividad diaria, la filosofía, religión de estado, cultura y costumbres en Los Angeles, California y Estados Unidos, significa que no debemos necesitar el 90% de lo que compramos. Termina olvidado en un cajón, un depósito, un garage el que tiene. Y a comprar otra cosa: lo que está hoy en oferta.
Me confieso culpable. Jeremy quiere incorporarse a nuestra familia de músicos… y como un solo tambor no le alcanza, insiste en que su juego de batería y percusión sea de verdad: de parche y redoble, y no el electrónico, o lo que es lo mismo, el silencioso, el que no hace necesario aplacar a los vecinos ni enchufarse un algodón en las orejas (que me duelen por eso de los disparos). Y como en Guitar Center lo tenían en especial a 199 dólares, allí fuimos. Temprano: como a las 10:30 de la mañana…
Parecía sábado aunque era viernes. Nada más. Ni empujones, ni multitudes, ni personas arrebatando a otras el último televisor en oferta, ni gritos ni nada. Más bien había en la tienda de Pasadena más empleados que clientes, con la excepción de una docena de chicos locos que le daban el máximo de volumen a unas guitarras eléctricas sin saber tocarlas. Pensarán que las guitarras son del juego Guitar Hero, donde se tocan solas y todos son Jimmy Page o Keith Richard o mejor, Brian May.
Con el aullido de la «música» a cuestas huimos para Sears. Yo, para escribir sobre el fenómeno. En Sears ya es más difícil hallar lugar para estacionar, lo mismo que en Target, K-Mart, Wal Mart. Ah, frente a Best Buy en Glendale el fotógrafo de La Opinión Emilio Flores vio 15 carpas, en fila india, a lo largo del muro que conduce a la entrada, con su gente durmiendo, pegada al turno, a la línea, para que no les saquen el «ahorro» proveniente de comprar más. El cubículo de televisores y electrónicos está lleno de gente como uno: cincuentones de pelo entrecano, mujeres de ojos tristes, familias de ascendencia japonesa que nacieron aquí y son más estadounidenses que Joe The Plumber. Todos con su ejemplar del folletín a colores, el que insertaron en el periódico.
Contaban que no han comprado tanto. Que fueron muchos, que poco se llevaron. Que los comerciantes y vendedores y limpiadoras que dependen del espectro del consumismo recorrieron los pasillos mesándose los cabellos y retorciéndose las manos. Que aunque no llovió ni tembló la tierra, llegó la gente.
Pero la verdad es que no fue tan negro el viernes. Las ventas se catapultaron, saltaron por encima de las del año pasado, en un 3% de crecimiento. ¿Qué pasó?
Que nos despertamos por lo extremo de las ofertas.
Que postergamos hasta ese momento las compras, hasta que ya no pudimos más, es decir, hasta que realmente las necesitamos.
Pero más probable: que quisimos sentirnos consumidores; quisimos jugar a que jugábamos a la clase media. A simular pertenecer a una clase media joven, bonita, barata, valiente y atractiva. Y con dinero.
La prueba: que al día siguiente de Thanksgiving la marea de compras se desinfló. Nos metimos a casa y arrojamos la llave por la ventana.