Era una gente muy valiosa en América Latina, que un mal día tuvo que abandonar sus lugares (Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia, El Salvador) y debió abrirse paso en el extranjero. Varios fueron los países donde se acogieron en Europa, desde la gélida Finlandia hasta la cálida Italia. Y el único capital que avalaba su futuro era el machihembraje de una vocación y un idioma: querían ser escritores o periodistas, y querían serlo en español.
Increíble o no, muchos de ellos lo consiguieron. Hablaré primero del caso que mejor conozco, el ámbito del idioma alemán, entendiendo por tal no sólo Alemania, sino también Austria y la Suiza germanoparlante. Aquí hay una cosecha auténticamente granada de gente que escribe en castellano y ha fundado tertulias literarias, asociaciones y centros culturales, y –¡asombro!– hasta editoriales, donde no se habla ni se publica nada más que en nuestro idioma. Pienso por ejemplo en la tertulia El Butacón de Hamburgo (con más de 30 años de acrisolada existencia) y en el sello editor Lateinamerika Verlag, del argentino Fabián Diez, en Suiza.
Todos los años, en octubre, en la Feria del Libro de Fráncfort, la mayor del mundo en su género, se puede ver un pabellón chiquito (pero matón, como Speedy González) en el cuál se expone la obra de estos escritores latinoamericanos a quienes las tormentas de la Historia hicieron naufragar –hablo metafóricamente– en las playas alemanas. Los organizadores del pabellón intentaron catalogar semejante riqueza, alcanzando a listar medio centenar de nombres, desde los mexicanos Berenice Ammann y Salomón Derreza hasta la argentina Esther Andradi, pasando por los cubanos Jorge Pomar, Amir Valle y Jorge Luis Arzola, los chilenos Víctor Farías, Hernán Valdés y Mauricio Toro, los españoles Pilar Baumeister, Víctor Canicio y Fernando Aramburu, los colombianos Sonia Solarte y Ricardo Colmenares, los peruanos Julio Mendívil y Walter Lingán, y el ecuatoriano Israel Pérez. And last but not least el salvadoreño David Hernández, quien fue, antes de volver a su país, algo así como el aglutinador de todos los empeños habidos y por haber en Alemania para que se sepa que de la lengua española no nos arrancan ni con fórceps. Digamos, pues, que a él “dele Dios buen galardón”, parafraseando –pero en positivo– uno de los más bellos romances de nuestra lengua.
Y a quien también habría que darle buen galardón es a Esther Andradi, berlinesa de adopción, por la antología que ha publicado en Buenos Aires, en las ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, titulada Vivir en otra lengua (Literatura latinoamericana escrita en Europa) y en la que se agavillan trabajos de una docena de autores: el chileno Omar Saavedra Santis, la peruana Teresa Ruiz Rosas, el panameño Luis Pulido Ritter, el colombiano Luis Fayad y el salvadoreño David Hernández [éste mientras residió acá] escriben en Alemania; la colombiana Helena Araújo en Suiza; la argentina Rosalba Campra en Italia; la uruguaya Ana Luisa Valdés y su compatriota Leonardo Rosiello en Suecia; el ecuatoriano Ramiro Oviedo
y la argentina Luisa Futoransky en Francia; y la mexicana Adriana Díaz Enciso en Inglaterra.
Es un libro admirable por muchos conceptos, sobre todo porque como dice Esther Andradi en su prólogo, «estos escritores y escritoras cultivan la lengua original con la persistencia de la grama, que cuanto más se la arranca, con más fuerza crece. Matas salvajes de un territorio indomable. Siempre se vuelve al primer amor, como dice el tango».