Hace dos noches pusimos nuestra ofrenda. Sacamos dos de las mantas más bonitas que tenemos, una blanca y una azul turquesa, y las pusimos sobre la mesa. Cortamos cempasúchiles de nuestro jardín y los pusimos en un florerito al centro. Detrás de las flores colocamos las fotos de nuestros difuntos: fotos en blanco y negro, que hacen sentir que las personas que ahí aparecen están lejos, tan lejos. Y sin embargo, yo quiero creer que vinieron.
“Ni con la ausencia se olvidan /
los recuerdos de una historia /
los recuerdos de una historia /
ni con la ausencia se olvidan”.
-Los chiles verdes. Canción Popular.
No hay tradición más mexicana que la del Día de Muertos. Nada, nada de lo que ocurre en el resto del mundo se compara con esta mezcla de nostalgia, ironía, espiritualidad y sibaritismo que nos cae encima con la ausencia del ser querido. De acuerdo con la tradición, las almas de los muertos vienen en este día para visitarnos y para disfrutar de aquellas cosas que les gustaban en vida. Como son espíritus, sus antojos se satisfacen con aromas; así que las flores, mientras más olorosas, mejor. El mole, el arrocito, el chocolate y el tabaco también deben tener fuerte aroma; ni qué decir del traguito que se le pone al difunto para que entre en calor.
Además de la comida, la bebida y los placeres que eran del gusto del homenajeado, la ofrenda debe llevar velas. Éstas son, como se sabe, para alumbrar el camino de regreso después de su visita. Colocar objetos que hayan sido de su pertenencia también ayuda a que los que llegan se sientan bienvenidos.
Nosotros terminamos nuestra ofrenda, chiquita pero sentida, con unos traguitos de mezcal para ellos. Para nosotros, dos copitas de tequila.
“¿Qué música le gustaba?”, me preguntó mi marido. De mi iPod salió “El Sauce y la Palma”, y mientras más alegre sonaba la banda sinaloense, más grandotes eran los lagrimones que me resbalaban por la cara. Me fui a sentar junto a él y así nos quedamos un buen rato, creo que cada uno conversando con los suyos y de pronto conversando entre nosotros dos.
¿Será que de veras vienen? ¿Será que el pan de muerto, la cervecita, la sopita de flor que le pusimos, y su banda sinaloense, de veras hicieron que le dieran ganas de venirme a ver? Porque en mi tierra la ofrenda se pone en el cementerio, sobre la tumba, ahí donde la cita está pactada desde el día en que se van. Pero si vivo de este lado de la frontera, ¿será que de veras vino hasta acá? Y si vino, ¿no se podría haber quedado un poquito más?
Cuando llegó la hora de levantar la ofrenda, se me quedó la duda atravesada: y si vino, ¿encontrará el camino de vuelta? Allá adonde se van los muertos, ¿es igual de fácil llegar si regresa desde aquí? ¿Y no será que se pierda, que la frontera me la distraiga, que en la línea se me nortee y que no llegue adonde va?
Y entonces me dieron unas ganas locas de irme un ratito con ella. No para quedarme de aquel lado, todavía no. Sólo para saber a dónde van y para dejarla bien encargada. Para estar segura de que allá donde está, sigue sabiendo cuánto la quiero.