En el primer discurso de su término ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York, el presidente Joe Biden delineó ayer a grandes rasgos su política exterior. Fue un discurso que marcó el retorno de Estados Unidos a la familia de las naciones después de los cuatro años accidentados, malévolos, decadentes de Donald Trump.
Sin embargo, y a pesar del precedente histórico, no todo fue deshacer lo malhecho por el republicano. Biden sostuvo el cambio iniciado por Trump con respecto a sus dos predecesores George W. Bush y Barack Obama optando por la diplomacia en lugar del poderío militar, como en el ejemplo de la retirada de Afganistán, firmada por Trump. y llevada a cabo por su sucesor, aunque de manera caótica e irresponsable.
Las bombas y las balas no pueden defenderse contra Covid-19 o sus futuras variantes», dijo Biden al reconocer las actuales prioridades.
Porque el mandatario enfrenta problemas gravísimos, que pueden desintegrar el tejido social de nuestra democracia y la de numerosos países donde florecen versiones locales de autoritarismo, mentira y fraude.
El COVID-19 ha matado aquí a 656,000 y a 4.6 millones en el mundo.
Hay que decirlo claramente: el COVID-19, cuya prevalencia es culpa de las mentiras insufladas por Trump y sus acólitos, está aquí para quedarse permanentemente en nuestras vidas.
Biden también confronta los desastres del cambio climático, que los científicos habían advertido durante décadas ante oidos sordos, o supuestamente sordos, y que ahora está aquí.
Y todavía no hay respuestas a la crisis económica en ciernes.
No en vano Biden caracterizó ayer los próximos diez años como “una década decisiva para nuestro mundo”, que determinarán el futuro de la comunidad global. Estamos, dijo, en “un punto de inflexión en nuestra historia”.
Más allá de la lucha contra el COVID-19, el mundo está en un parteaguas entre la estabilidad de los gobiernos democráticamente electos y la barbarie y violencia con que imitadores de Trump están entronizando su poder en otros países. Lo hacen porque ven que Trump no pagó el precio de sus desmanes, y esperan lo mismo.
El discurso de ayer tuvo por objeto reflejar estos problemas.
Biden trató de convencer a los aliados del país que él no es Trump. Que trabajará con ellos en las soluciones a los problemas multilaterales. Que no tomará decisiones unilaterales basadas en el ego. Que buscará la cooperación y no la confrontación que complazca a una base fanática de ardorosos fans.
Así, EE.UU. ha reafirmado el compromiso con los aliados de la OTAN, así como con la Unión Europea y su retorno al histórico – e insuficiente – acuerdo climático de París, que Trump desestimó de un plumazo.
«Para cumplir con nuestra propia gente, también debemos comprometernos profundamente con el resto del mundo», aclaró el Presidente.
Pero para reactivar la imagen positiva de nuestro país no alcanzan declaraciones y promesas. Hasta ahora, no se perfila mucho más que una negativa a repetir el pasado trumpista. La retirada desordenada de Afganistán estableció un régimen basado en la barbarie, el fanatismo y la ignorancia. ¿Era previsible? Claro. ¿Inevitable? Es la duda.
La administración recientemente causó tanto furor en Francia por su política unilateral con Australia que París retiró a su embajador en Washington (y en Londres) después de que para mortificar a China, EE.UU. llevó a la cancelación unilateral de un proyecto de suministro de submarinos nucleares franceses a Camberra, reemplazándolo por uno propio, similar. ¿Para qué?
Biden y su equipo han impulsado una tercera ronda de vacunaciones para todos los estadounidenses. Pero miles de millones en el mundo aún ni han recibido la primera. Es una actitud que, en última instancia, garantiza la permanencia de la pandemia. Tuvo que intervenir la plana mayor del establishment de salud del país para contradecir a los planificadores de la Casa Blanca y limitar la próxima vacunación a personas mayores de 65 años y a quienes tienen problemas de salud lo suficientemente graves como para justificar la medida de prudencia.
Tampoco ha retornado al acuerdo internacional con Irán.
Es que mientras que sus antecesores antes de Trump gozaban del enorme prestigio, influencia económica y ventaja tecnológica internacional de EE.UU., Biden lidera un país que ya no es omnipotente en la arena internacional, y que debe repartir responsabilidades con otros. Incluiyendo a China. Queda por ver si comprenderá esa nueva realidad.
Parecería que los líderes del mundo democrático aún no han decidido si el país superó la crisis causada por Trump. Saben que el expresidente acecha desde Mar-a-Lago día tras día como fiera enjaulada y temen que seguirá tratando de volver al poder por todos los medios. Le toca a Biden tomar las medidas necesarias para que ello no suceda.