El sol del Inland Empire es inclemente; te pone la piel dorada, tostadita, con la exposición y el tiempo. Bajo la sombra de los arboles se apacigua un poco su poder. Disfrutas. Me subo al pequeño columpio del jardín, el sol me da en la cara a esta hora de la tarde. Veo desde aquí las calles solitarias y limpias de la ciudad donde vivo, Ontario.
Ahora me gustan. Antes sentía un vacío, me sentía extranjera. Han pasado ya quince años, se me considera ya adaptada a este entorno. Se habla aquí más español de cada día. La ciudad crece incesantemente; contrariamente a antes, solo se ven campos sembrados en las orillas. Aumentan los locales comerciales, los sitios industriales, los complejos residenciales.
Me siento y cierro los ojos mientras me columpio, con los ojos cerrados me transporto a mis nueve años, estoy con mi abuela Francisca, Doña Pancha, en los juegos -columpios, resbaladillas y sube y bajas- en el bosque de Chapultepec.
Mi abuela indígena de San Salvador Atenco, estado de México, tenía dos trenzas muy negras, no muy tupidas y no muy largas, que tornaron grises cuando murió, a sus noventa y cuatro años. Era alegre, tenía mi risa, de nota grave y pausada. Hablaba en náhuatl, contaba historias de sus antepasados, comerciantes, viajantes, tejedores de cinturón y faja de hilo. Campesinos, no ignorantes.
Estamos ella y yo, «mujercitas» (en sus palabras), junto con mis dos hermanos más chicos cruzando la avenida Constituyentes, justo a un lado de Los Pinos, la casa presidencial.
«¡Corrrre, corrre, corrre, corrre, corrre!» Todos de su mano. No venían coches pero ella cruzaba así las avenidas, siempre corriendo.
Y las pocas veces que camino aquí en mi ciudad-refugio, al cruzar la avenida Euclid, la imito y en mi mente repito sus palabras y corro.
Sus manos eran pequeñas, duras, fuertes, cuando te apretaba la muñeca no había escapatoria. Ya una vez en el bosque todos a salvo sin más prisas, sus palabras eran siempre las mismas: «Ora, retozen» y nos soltaba a los tres niños.
Tenia yo esa costumbre de pasear, pero casi la he perdido.
Por eso no desaprovecho ninguna oportunidad de tocar a mi México. ¿A donde voy? Por añorar quiero ir al Mercadito de Este de Los Angeles, escucho los anuncios en las estaciones de radio en español donde indican que está en el freeway 60 salida Lorena y la calle Primera.
Nunca me he atrevido a visitarlo, pero me lo imagino pienso que quizá conozco ya el ambiente que habrá, muy parecido al mercado donde yo crecí: aroma a frutas, a verduras, a carne cruda, a cloro, a tortilla frita, a cebolla y cilantro como desde la estación del metro Merced se puede oler el mercado cuando el tren subterráneo pasa en el centro de la Ciudad de México.
Como en mi mercado «El Chorrito», el bullicio de la gente. Niños que corren, lloran, compran globos, así imagino también el del Este de los Angeles. Mi sobrino de cinco años lo visitó preguntó a sus papás si ahí era México. Seguramente lo es, es un pedacito que nuestra añoranza transportó. Hay otra forma que mucha gente como yo encuentra en sus ansias por poder volver. Van como yo a Tijuana, lugar impersonal para mí, con acentos poco familiares. Pero al fin y al cabo México.
Vago por sus calles y avenidas con temor, con el estómago apretado y los sentidos crispados, hasta que llegamos manejando a la Plaza Rio, ahí, descanso un poco y me dispongo a disfrutar, me gusta ir a Comercial Mexicana, donde los estantes están llenos de recuerdos, de sabores, de colores, que me traen fotografías de lo que fui. Chococrispis (arroz tostado con sabor a chocolate), crema para manos y cuerpo Nivea, (el olor de mi mamá), shampoo Vanart con olor a hierbas (mis baños con agua tibia), agua mineral Peñafiel, galletas Piruetas (con sabor a limón y azúcar) y voy llenando el carrito de remembranzas. Un dólar por doce pesos mexicanos. Una verdadera ganga por mis recuerdos.
Y encuentro a México cocinando. Me avengo de los ingredientes de comida casera: chiles verdes, tomates verdes, jitomates (Xi, raíz náhuatl que significa centro u ombligo), ajos, cebollas, carne cortada delgadita o pollo.
Adoro cocinar y comer tacos dorados, o chilaquiles y frijoles negros de la olla con epazote. Sopa de verduras. Tortitas de papa, con queso Cotija rallado con papa blanca. Ensalada de nopales con su cilantro, cebolla y orégano, rebanadas de tomate crudo, fresca y nutritiva. Salsa verde bien picosa por si se ofrece guisarle rápido a una visita. Unos huevitos rancheros con su tortilla bien doradita o unos chilaquiles verdes con pollo, queso, crema y su cebolla en tiritas.
Cuando llamo por teléfono, siempre pregunto qué comieron hoy, y les presumo lo que hice yo para comer. Me esmero en tener los ingredientes y repaso con mi madre sus métodos paso a paso para que no se olviden, para que estén en mi mente, para encontrarlos en el momento preciso de la búsqueda de mí misma, aquí, en el Inland Empire.