¿Cuántas noches has pasado en vela cuidando a los tuyos? Una fiebre que no baja, una tos que se complica con el sueño, un cuarto de hospital lleno de pitidos y pacientes, un ser amado que ni con ayuda de la ciencia despierta o un dolor del alma que te aprieta el pecho y casi te provoca un ataque de algo.
Durante los tiempos de las incertidumbres
Todos hemos estado ahí: la impotencia y la incertidumbre, en la sala de espera de un centro médico, en urgencias, tomando la mano de nuestros padres, junto a una cuna, acariciando una frente de un pequeño o recorriendo las cuencas de un rosario ya gastado… y sentimos que nos estamos acabando. Esto es lo que en mi pueblo llaman vivir con el alma en un hilo.
Estamos exhaustos de proteger a otros mientras nos matamos a nosotros mismos. No es un asesinato a sangre fría, es más bien como si nos fuéramos auto envenenando de a poquito con un amor incondicional que nos chupa y arrastra. Y lo hacemos justo por eso: porque amamos reteharto. Pero ¿quién cuida al que cuida? ¿Quién nos salva con nos estamos ahogando?
Este ha sido un año complicado. No soy la única que ha pasado noches en el hospital acabándome los santos. Y que Dios la cuide, amén.
Las palabras que no se dicen
Sé que hay quienes sufren en silencio cuidando a padres que apenas los recuerdan; también de aquellos que viven un duelo adelantado por una muerte anunciada que prolonga agonías entre quimioterapias. He visto hijos que han envejecido apresuradamente por atender a aquellos que los parieron y los criaron, mientras los otros hermanos voltean hacia otro lado. Sé de salvavidas que se lanzan al aire, en silencio, que nadie cacha. Y sé de muchos y muchas que sufren agonías ajenas en silencio, siempre incondicionales, siempre con fe inquebrantable, siempre partiéndose en pedazos para que el otro esté entero. Nadie lo nota, solo su espíritu y su cuerpo.
Esos silencios se nos van acomodando en las caderas o los hombros, en esa cintura que desaparece con los pesares y las manos que se acalambran de mortificaciones. No hace falta decodificar las ojeras o el andar rengueando. Esa es la forma en la que gritamos que al final de cuentas, a pesar de uno mismo, seguimos pudiendo con todo. Y lo hacemos justo por lo mucho que amamos.
Cuidar es, a veces, la acción y efecto de cargar. Si tenemos suerte es algo temporal. Pero, por lo general, es una carrera de largo aliento de asumir responsabilidades que conllevan agotamiento físico, psicológico, emocional… económico; un desgaste familiar. Cuidar es también el sacrificio del que no nos gusta hablar porque suena a reproche; es una labor de amor invisible, romantizada, aplaudida y relegada.
Habitar el después
Luego llega la culpa. Es sentir que nada nunca es suficiente, ese cuestionar los lazos y el parentesco, esas ganas de que hubiera otros brazos que cargaran al mismo tiempo… esos sentimientos encontrados de cariño y de ganas de soltar. El alivio cuando todo se acaba; cuando el sufrimiento se va.
Y el vacío. Ese que se nos forma cuando ya no cuidamos más. Cuando nos vemos en el espejo y apenas reconocemos lo que quedó del cuidar. Cuando no podemos posponer más lo que sabíamos antes, ahora es momento de cuidarte, de cargar contigo mismo, de mostrar un poco de compasión para ese ser que está tan acostumbrado a dar. Porque apacharse a uno mismo también debería ser un acto de amor. Y aquí es cuando debiera volver el alma al cuerpo.