Aunque recién ha empezado, parecería que la campaña presidencial primaria en ambos partidos ya concluyó. En el lado demócrata nada peligra la candidatura del titular Joe Biden. Los republicanos han coronado prácticamente al expresidente Donald Trump como su candidato, apostando por su cruzada personal contra la democracia estadounidense.
De por sí, con o sin Trump en la Casa Blanca, el partido en la oposición ha virado hacia extremos antidemocráticos.
Vimos una demostración la semana pasada cuando uno tras otro, los legisladores republicanos rechazaron el acuerdo migratorio en el que recibieron concesiones inéditas, cuando Trump lo prohibió para así mantener viva la crisis en la frontera.
La carrera hacia el extremo llevó al gobernador de Texas Greg Abbot a confrontar la Patrulla Fronteriza y desobedecer a la Suprema Corte que le ordenó dejar de obstruir la frontera. Y a 25 gobernadores republicanos que le expresaron su apoyo bajo falsas premisas.
El de Utah Spencer Cox promulgó el 31 de enero la “Ley de Soberanía Constitucional de Utah”, que pretende anular las directivas federales si la legislatura determina que viola los principios de soberanía estatal, algo totalmente contrario a la Constitución.
La Cámara Baja bajo control republicano inició juicio político al Secretario de Seguridad Nacional Alejandro Mayorkas, por cumplir la política oficial.
Para estos dirigentes la política se ha degradado a algo parecido a la guerra, a un antagonismo que niega el modo de vida del contrario, al que llama “enemigo”, y que abandona cualquier intento de llegar a un acuerdo.
Quisiéramos pensar que estos dirigentes en el Congreso y los estados no comprenden que su actitud intransigente y su sesgo antidemocrático lleva a la violencia. Repercute en las ideas de un público convencido de que quien piensa distinto es, o un traidor, o un enviado del diablo, o una amenaza para su propia vida. Difunde la percepción de que los adherentes del partido opuesto son una fuerza maligna empeñada en destruir el tejido de Estados Unidos.
El intento de anular las elecciones de 2020 fue el ejemplo más claro hasta ahora de que un número creciente de republicanos no otorga legitimidad a sus oponentes ni al sistema electoral. Y ahora, Trump intensifica abiertamente una campaña de “represalia”, que augura más violencia en el próximo año.
Hoy, la violencia política ha llegado a su punto culminante desde la década del 70.
Según Reuters, de los 232 casos de violencia política desde el ataque al Congreso del 6 de enero de 2021, 22 fueron fatales, causando 44 muertes de víctimas y 11 de atacantes. Casi todos los agresores identificados fueron de derecha.
Más violencia sin terminar en muertes sucedió durante manifestaciones por asesinatos policiales, aborto y derechos de las personas transgénero. Y las amenazas de muerte más frecuentes son contra empleados electorales.
La experiencia histórica nos enseña que cuando la política se convierte en una lucha existencial la transición a la violencia es solo cuestión de tiempo, y que la violencia a la larga destruye el sistema democrático.
Estamos todavía a tiempo para que nuestros dirigentes recapaciten, comprendan el peligro y asuman que su principal y más urgente tarea es prevenir la violencia y buscar el entendimiento mutuo.