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Crónicas desde el Hipódromo | Bicentenario mexicano

Desde un punto del Valle de Anáhuac

Pretextos sobran para celebrar por cualquier motivo en este hipódromo, que termina siendo más un gran salón de fiestas que un recinto para carreras de caballos.

Dice la Condesa de Miravalle que no frunza el ceño, que en Europa nos tienen vistos de muy fiesteros y nos deberíamos de alegrar por eso.

Pese a vivir en tiempos de austeridad llegué a proyectar en mi mente calles llenas de símbolos patrios con motivo de los festejos del bicentenario de nuestra independencia mexicana. El verde, blanco y rojo de nuestra bandera inundando todas las fachadas de la capital.

Con el envío de millones de banderas por parte del Gobierno Federal, albergué la esperanza de que por lo menos los lábaros patrios hondearan afuera de las viviendas mexicanas.

No sé cuantas se vendieron en los típicos carritos llenos de banderas, pero lo que soñaba nunca sucedió.

Sólo algunas banderas a la vista, entre ellas algunas del inmueble que habito, donde en el punto más alto del edificio nuestra bandera presidencial aprovecha la altura, para extenderse con fuerza cuando arrecia el viento.

Decidí quedarme en casa el 15 por la noche. Las fiestas y celebraciones nunca han sido lo mío y más cuando se trata de una incomprensible fecha de festejo nacional, Pero bueno, eso se lo dejo a los historiadores.

Ya entrada la noche, previo al acto esperado, me la pase haciendo actividades normales en casa. El silencio era sepulcral en los alrededores. Parecía que todos en La Condesa se habían ido a festejar a otra parte. A 26 metros de altura sólo sobresalían las torretas de las patrullas del alcoholímetro que se instalaron a una calle de distancia y se observaban un par de departamentos con gente viendo la televisión. Terminé por emularlos.

Faltaban 25 minutos para que el Presidente diera el tradicional grito. Se emitía una sola señal por parte del CEPROPIE, el Centro de Producción de Programas Informativos y Especiales del Gobierno Federal.

Cada cadena tenía su propio audio con sus conductores estelares en algunos casos.

Me llamo la atención que la producción parecía de televisión del pasado, con una edición deficiente.

Tomé el control y me puse a jugar al zapping. Televisa criticaba la señal del gobierno en voz de López Dóriga y repetían una y otra vez que ellos lo hubieran hecho mejor. Azteca tenía unas chicas desconocidas con poca ropa transmitiendo desde Reforma. Los canales públicos 11 y 22 se pasaban de solemnes y parecían estar en un maratón de retórica. Cadena Tres era más una transmisión de espectáculos y los más serios eran los de CNN y TVUNAM. Me cansé.

Debo confesar que no vi el desfile de carros alegóricos, pero el espectáculo presentado en el escenario principal me aburrió, hasta que llegó el montaje de un Coloso que supuestamente representaba a una especie de insurgente desconocido, que me dejó con el ojo cuadrado al no comprender el motivo o razón para construirlo y presentarlo de esa manera.

Estaba a punto de apagar la tele cuando apareció una nerviosa y errada Adriana Pérez Cañedo anunciando para la señal nacional la salida del Presidente para iniciar el protocolo. Al momento del grito pensé que sería algo extraordinario, pero todo fue un suspiro repetitivo, sólo aderezado por un viva al bicentenario de la independencia y otro viva al centenario de la revolución.

A lo lejos una voz masculina repetía cada uno de los vivas que resonaban en todo el edificio. Comenzaba la pirotecnia y Paseo de la Reforma se iluminó frente a mí, desde el Campo Marte hasta el cruce con Insurgentes, que eran mis puntos de referencia. En ese instante quedé perplejo ante el espectáculo de fuegos artificiales que estaba presenciando.

Apagué la tele y me puse a admirar los verdes, blancos y rojos que estallaban en el cielo y se proyectaban en los altos edificios que como espejos aumentaban la intensidad de la iluminación. Parecía una guerra interminable y yo un niño que había viajado en el tiempo. Todo terminó y me quedé con ganas de más.

Los lejanos fuegos del Zócalo se asomaban al igual que los de algunas delegaciones, pero no tenían comparación.

Seguí pegado al ventanal mientras absorbía el olor a pólvora del cielo. No hubo respuesta a mis reclamos. Regresé a la tele para ver a un decadente Manzanero en el Zócalo mientras observaba a la gente que se iba retirando del lugar, preguntándome por qué no habían contratado mejor a Juan Gabriel.

Disfrute lo que la señal estatal me permitió ver de Lila Downs, Eugenia León y los Tigres del Norte. Al ver a Paulina Rubio embarazada salir en la pantalla decidí dar por terminada la rutina.

Me fui a la cama pensando en como se habían gastado cientos de millones de pesos en un festejo tan poco sorpresivo y limitadamente creativo. Y las obras o los íconos permanentes para recordar la fecha ¿en dónde quedaron?

¿Seguiremos olvidando la historia para seguir repitiéndola una y otra vez?

El sueño me venció entre imágenes que nunca llegaron, de un Zócalo repleto de banderas o un canto al unísono del himno nacional en todo el país, para que retumbara en sus centros la tierra, para despertar algún día de esta apatía e indiferencia que nos agobia cada día, entre la pólvora de la pirotecnia y de las armas.

Nunca supe que festejábamos la última ocasión con la Condesa, pero las fiestas que comienzan en este hipódromo nunca se olvidan.

Sólo hay que borrar de la memoria con quien terminas en cualquier cama al día siguiente, por más que la resaca te lo recuerde cada instante mientras regresas a la cruda realidad.

Autor

  • Ricardo Trapero

    Arquitecto por vocación y destino, escritor por convicción. Desde muy joven emprendí el viaje por la libertad. En mi camino he visto, percibido y palpado tanto, que un día decidí plasmarlo de la mejor forma que entendía. Las letras que han sido mis entrañables compañeras, cada día me acercan un poco más a la libertad, la cual aún no he encontrado pero que ya siento cerca. Creatura hombre, mexicano y sibarita en entrenamiento.

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