Desde un punto del Valle de Anáhuac.
La mayoría de la gente que me rodea en estos días de carreras, realmente viene a otra cosa que ver caballos correr. Son de esas cosas que todos lo sabemos pero nadie menciona, porque el día que se diga que al hipódromo venimos más a ver a la gente y hablar de ella, terminaremos expulsados al instante.
Y es que la apariencia impera sobre la verdadera personalidad de cada uno. La Condesa de Miravalle tiene la culpa por presumir a los cuatro vientos su descendencia real de Moctezuma II. Pareciera que todos tienen un título nobiliario escondido en alguna parte de su árbol genealógico y por lo menos visten como si lo tuvieran en realidad.
Cuesta trabajo hablar de posiciones sociales en mi generación, cuando fuiste educado toda tu vida por el Estado bajo la sombra del socialismo.
Y en estos días en que la palabra ideología se perdió y se confunde con la de devoción, la izquierda se vuelve más consumista y la derecha más discreta al momento de exhibir en que círculos se mueven.
Vivir en zona de La Condesa conlleva a ser catalogado de muchas cosas, entre ellas el ser fresa, aunque no entienda muy bien a que se refieren con el calificativo, pero hay que vivir a la altura de las circunstancias y adaptarse al entorno a pesar de ser foráneo.
Es como vivir en un barrio con patrones específicos, que van más allá del tener un perro, como lo mencionaba en mi crónica anterior. No importa de cuantos metros sea tu espacio habitable o de que marca sea tu coche, debes vestir bajo los lineamientos establecidos.
Mi problema es que yo no sé de marcas y mucho menos de combinaciones. Si todos mis calzoncillos son del mismo color y marca, ya se imaginarán como es mi ropa. No es como ser un miembro más de los Simpson, pero mi guardarropa es limitado y escaso, simple y sencillamente porque no me interesa lo que traigo puesto, sólo me importa la comodidad y que sea discreto.
Si me preguntas como diferenciar un Gucci de un Dolce o un Armani, no sabré que contestar, sea original o presentación de supermercado. No sé qué es lo que trae puesto cualquier persona que me encuentro en la calle. Con la actitud me basta y si viene acompañada de una sonrisa, mucho mejor.
Así que me lanzo a las calles de la zona con alguien que sabe, el cual me sorprende señalándome las tendencias de la gente que camina por aquí, que a pesar de querer aparentar siempre un aire bohemio con tendencias a la izquierda, nunca le falta la buena marca en la vestimenta. Es lo que yo llamo un “Huaragucci”. Una persona que bien podría andar en huaraches o descalzo, pero portando una prenda de miles de pesos. Como un Gucci.
– Cómo poder saber que trae puesto alguien que se conduce por estas calles con aires de intelectual o artista?
– Es fácil cuando sabes qué trae puesto y más sorprendente cuánto trae puesto.
– ¿A qué te refieres a cuénto trae puesto?
– Mira a ese chavo que viene caminando hacia nosotros, trae como cuarenta mil pesos en ropa, sin contar su pulsera que debe costar como diez mil pesos.
– Pero parece vagabundo y con varios días sin bañarse.
– Es parte de la imagen despreocupada y bohemia que debes proyectar aunque traigas miles de pesos en vestuario.
– No lo puedo creer.
– Créelo, esto es La Condesa y tú vives en ella.
No se si será la generalidad o si mi analista callejero esté exagerando un poco, pero por más que viva en La Condesa, seguiré vistiendo igual que siempre, sin fijarme si traigo poco o mucho dinero encima.
Esto me recuerda a los gobernantes de esta ciudad, que se dicen de izquierda pero no ceden a los lujos, por más que hablen de austeridad, siempre tendrán su cuenta de banco abundante para saciar al comprador compulsivo que todos llevamos dentro.
Me dicen que no me desmarque. Aunque me dé aires de pobreza soy un “huaragucci” más, por el simple hecho de vivir en La Condesa. Tendré que pensar en mi nueva condición.
La primavera está por irse y con ella se anuncia la llegada del otoño. Los vestidos cambiarán de color de nueva cuenta, esperando que las tendencias de lo que llaman moda cambien lo antes posible y descubran un poco más el bello cuerpo humano.
La ventaja es que uno como hombre no se preocupa de esas cosas. Por lo menos yo, que con poco hago mucho por lo menos para engañar la vista viperina de quienes me voltean a ver.