La casa de la abuela es ruidosa. Las ventanas se sacuden cuando pasan los autos acelerados con música a todo volumen; los perros ladran uno tras y otro y al unísono casi siempre. El changarrito de la esquina tiene música para atraer a los clientes y el vecino que polariza vidrios también pone sus cumbias. Afuera nunca hay paz; adentro, menos. Somos muchos.
La abuela, bueno, mi mamá, que ahora solo voltea cuando le gritan los nietos, es madrugadora. Se levanta y prepara café azotando las alacenas, o así lo parece. Saca las basuras como si quisiera musicalizar una película de terror y taconea por todo el pasillo sin tregua. Cierra las pesadas puertas de metal y madera como si estuviera enojada y esa es su forma de decir buenos días. Ella no lo nota, ni cuenta se da de que amanece como un huracán. Está acostumbrada a la soledad y a sus ruidos, en esa rutina que mantiene desde hace más de 40 años: una pasadita, el desayuno y una taza humeante de café para despertar.
En el caos matutino me siento segura; estoy en casa, mi hogar de la infancia que no se termina de ir nunca de mí. No hay silencio ni privacidad, es como lo recuerdo: carcajadas por doquier, niños jugando a gritos en el pasillo, conversaciones sin fin en la cocina mientras alguien lava los platos y otro hornea… y calor humano que se impone al frío que cala afuera. Qué bonito es sentirse calientito de corazón. Qué afortunada soy.
Luego pienso que no es en sí esta casa lo que me hace feliz. No son las paredes que decoré con marcadores o el marco de la puerta que aún tiene las líneas de mi corto crecimiento en altura; no es el comedor en el que ya no cabemos todos o la estancia en la que nos amontonamos para los maratones navideños. No, en realidad es solo ella. Pienso, con el beneficio que me dan los años y las bendiciones, que para mí, Navidad es mi madre.
Es ella la que nos abraza con su amor, sus maneras bruscas de querernos y sus ganas de hacerlo todo como lo aprendió. Es ella la que nos conforma con sus silencios, con la taza de café en la mañana, el té de las tardes y los chocolates calientes de la noche. Es ella la que nos une. Ella es el espíritu de nuestra Navidad y lo lleva a dónde vaya.
Así que para nuestra familia, la Navidad podría ser nómada si va ella; podría ser en un pueblo o del otro lado del mundo, si nos acompaña; podría ser cualquier día, si la tenemos, porque es toda la magia que uno podría desear; tan portátil como los sueños, pero tan real como el amor.
Y aquí estoy, sentada frente al ordenador, con una taza de café, viéndola ser y hacer todo lo que la hace especial, entre malabares y recetas, en la jungla que se convierte su casa cuando llegan sus nietos, en los besos en la frente que da mientras cocina y las palabras de amor que se le escapan mientras limpia. Con ella, no nos falta nadie. A través de ella, mis hijos descubren todo lo lindo que puede ser la Navidad.
Desde nuestro rinconcito, les deseamos todo lo bueno, todo el amor y toda la dicha del universo. ¡Felices fiestas!