Me gusta desnudar mis pies para caminar descalza sobre el césped mojado. En ese instante, cuando el zacate se cuela entre mis dedos y los talones se plantan firmes sobre la tierra húmeda, siento un escalofrío hasta el vientre. El mero contacto es como si la naturaleza le inyectara vida a un cordón umbilical invisible, de esos que ningún médico o partera puede cortar al nacer.
Es ahí, con las plantas frías y el corazón caliente, que siento una conexión real con mis ancestros, una que no se logra con esos rituales alterados que se han puesto de moda en la sociedad actual y ahora llaman sesiones de “arte cultural holístico o ancestral”.
Ir a los encuentros
No hace mucho que decidí forzarme a salir de una zona de confort periodística en la que, confieso, me siento como pez en el agua. Decidí reencontrarme en el arte, en el contar las historias con música y pintura, en redescubrir el mundo a través de la poesía, los murales y los pinceles, pero tengo que reconocer que me siento perdida. Esta búsqueda me llena de contradicciones y me hace replantearme algunas preguntas incómodas.
Me gusta encontrar(me) en las letras y ver(me) en sus cuadros, me gusta sentir(te) en la música y de vez en cuando en una escultura; me gusta acariciar el mundo con pestañas ajenas, ojos brillantes y oídos sin morbo. Soy una admiradora del talento ajeno, de los vivos y los muertos. Pero no puedo alcanzar a entenderlo todo entre tantos antifaces. Me cuesta encontrar la inspiración entre las poses que se disfrazan de artistas.
¿Soy la única que no entiende por qué ahora a todo lo queremos llamar arte?
El valor artístico en el arte
de nuestra existencia
Sé que todos somos obra, pero ¿por qué cualquier expresión la queremos poner ahora como una exhibición abstracta en un museo? ¿Por qué lucramos tanto con las raíces y los ancestros tratando de encasillarlos en rituales modernos para conectar con un más allá que parece futurista y debería estar inspirado en el pasado? Tampoco entiendo las apropiaciones culturales de aquellos que desfilan por la vida en ropa típica, con los lazos a los antepasados sueltos, sin historia ni credo.
Esto no lo escribo a la ligera. Lo hago después de un examen de conciencia muy exhaustivo y elijo con cuidado las palabras. Pero no dejo de preguntarme ¿dónde queda el valor artístico? La expresión e interpretación personal del creador no deberían bastar.
Hace poco vi una exhibición en un museo indígena en el que una mujer blanca se paraba y gritaba “coronavirus”. Era un momento casi bizarro que me recordaba las tardes en las que me escondía detrás de una puerta y gritaba “boo” para asustar a mi hermano o mis primos. Yo no era la única que terminaba con la cara desencajada de la confusión. “El arte no se entiende, se siente”, me dijo. Y yo lo único que sentí fue miedo.
Después fui a otra presentación en la que otra mujer blanca se sobaba las manos cubiertas con calcetines y esa fricción era lo que consideraba su arte. ¿Cuál era el sentido?
Quizá he visto tanto que me he vuelto inmune. Tal vez juzgo o me indigno muy pronto. A lo mejor es que yo no soy ni entiendo el arte. Todo es subjetivo y aun así lo siento como una imposición. ¿Será que estamos en la época donde nos ensordece un arte escandaloso y desechable? Porque sé que ahí fuera hay artistas reales atemporales que quizá sienten lo mismo que yo.