Acababa de terminar la segunda década del Siglo 21 y la era de internet conectaba al mundo en formas inimaginables. Los viajes al espacio entre los millonarios ya estaban de moda. Cien millones de personas alcanzaban la pobreza extrema a causa de una pandemia por demás mortal, mientras 811 millones de individuos, la décima parte de la población terrestre, padecían de subalimentación. Al mismo tiempo, 27 conflictos de diferentes niveles se desarrollaban en todo el planeta.
No obstante, la mayor preocupación de los residentes en Estados Unidos, el país más rico del mundo, era el incremento en el precio de la gasolina.
En ese momento, éste país se encontraba en conflicto indirectamente con Rusia, país que había invadido Ucrania por motivos de seguridad. Estados Unidos, además de enviar armas y dinero a Ucrania, seguía presionando a los países de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para hacer lo mismo, pese a que enfrentaban a un gigante con armas nucleares, con el que fácilmente se podría desatar la Tercera Guerra Mundial.
Eso sí, ninguno de los países de la OTAN que seguían votando y sancionando a Rusia, se atrevían a mandar tropas para no provocar un ataque directo de los rusos, pero estaban dispuestos a arriesgar la vida del último ucraniano; mientras que el presidente Joe Biden estaba dispuesto a arriesgar la seguridad energética de toda Europa, como si fuera su continente.
Mientras tanto, en las calles estadounidenses todo lucía normal con los ajetreos diarios del tráfico, la pandemia casi quedaba atrás y las reuniones familiares y con amigos ya eran parte de la vida diaria. Por su parte, el gobierno angelino había levantado la última restricción sobre el uso de mascarillas en espacios interiores y los estadounidenses finalmente respiraban libertad después de dos años.
Pero solo bastaba poner las noticias en el televisor o conectarse a las redes sociales para recordar las atrocidades de la guerra: que Vladimir Putin, el presidente de Rusia, era un ser “diabólico” contra un país que simplemente quería ser “libre y demócrata”, según los medios occidentales. Así que muchos internautas no se cansaban de condenar y personalizar la guerra del presidente ruso y hasta cambiaban su muro de Facebook con la banderita azul y amarillo, en símbolo de apoyo hacia los ucranianos.
La gente no recordaba que todo el temor sobre una Tercera Guerra Mundial que se vivió con el expresidente republicano Donald Trump. Ahora lo estábamos viviendo con el presidente demócrata Joe Biden, a quien le bastó solo un año para iniciar una guerra, que ponía contra la pared a una de las potencias nucleares más poderosas del mundo. Pero nadie decía nada sobre la participación estadounidense ni de la OTAN, todo se reducía a Putin el “diabólico”. La gente estaba convencida de que el presidente ruso se estaba “volviendo loco” y que un buen día, al despertar, se había levantado con la idea, sin mayor razón, de simplemente decidir la invasión a Ucrania.
La fiebre llegó a tal grado que un señor de la tercera edad, cuando platicaba en un parque con sus amigos, decía que si Putin se le paraba enfrente le rompía toda su “maraca” (lo golpearía); mientras en el Congreso estadounidense un político republicano dejaba ver que era necesario asesinar al presidente ruso.
En ese momento no había espacio para el razonamiento en Estados Unidos, pues si una persona intentaba explicar un contexto histórico y datos recientes que involucraban también a Estados Unidos y a la OTAN como responsables del conflicto, inmediatamente la convertían en “agente de Rusia”, y si esa persona era inmigrante, le decían que mejor se fuera a Rusia a vivir.
Para asegurarse de que la gente de Occidente nada más recibiera la versión de un solo lado de la guerra, los gobiernos europeos y estadounidense cortaron la señal de los medios rusos incluso por internet. De esa forma, las personas no recibirían ningún otro argumento que no fuera el de los medios masivos de información occidentales. A ellos se habían unido las redes sociales como Facebook, plataforma que no permite expresar violencia en los muros de las personas, pero en esta ocasión, si era contra los rusos, curiosamente era permitido. La gente normalizó todo eso, o por lo menos no manifestaba abiertamente su inconformidad porque podía ser señalada.
Desafortunadamente, donde los estadounidenses más pegaban de gritos no era por las víctimas de la guerra, por los millones de refugiados o por la gente que sufría de hambre o se encontraba en extrema pobreza debido a la pandemia. Los enfados se desataban cuando la gente iba a llenar su tanque de gasolina y se daba cuenta de que el galón (3.7 litros) por el que antes del 24 de febrero pagaba 3.50 dólares, ahora tendría que desembolsar el doble, casi $7.
Era en ese momento cuando los estadounidenses maldecían a Putin si eran demócratas; y si eran republicanos, condenaban a Biden. Pero solo en ese contexto, cuando el precio de la gasolina los “unía”, es que ambos pedían el fin de la guerra.
Agustín Durán es editor de Metro del diario La Opinión en Los Ángeles.